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Derechos humanos: un paso adelante, otro atrás

El gobierno Santos les ha dado a los derechos humanos la atención que su antecesor les negó.

El gobierno Santos les ha dado a los derechos humanos la atención que su antecesor les negó.

Pero, paradójicamente, ha completado varias de las tareas más cuestionables que se propuso Álvaro Uribe: ampliar el fuero penal militar, debilitar a la Comisión Interamericana y sacar los derechos humanos de la discusión sobre los TLC. El patrón de retrocesos se confirma con el anuncio de ponerle un límite de un año a la presencia en el país de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, de la que Uribe siempre quiso deshacerse.
Que Santos sea más uribista que Uribe en estos temas merece una explicación. Mucho más si se tiene en cuenta que su administración ha hecho avances notables en políticas esenciales para los derechos humanos, como la de restitución de tierras. ¿Por qué el Gobierno da un paso adelante y otro atrás? ¿Cómo ha “logrado” lo que Uribe nunca pudo?

Las razones son tres. Primero, Santos abandonó el discurso antagónico frente a las críticas sobre derechos humanos, que había marcado la política exterior colombiana desde Turbay hasta Uribe. Por una mezcla de convicción y habilidad, se mostró abierto a cooperar con la ONU, el Sistema Interamericano y las ONG, e incorporó el lenguaje de derechos humanos en sus políticas, como lo muestra un estudio reciente de Camilo Sánchez y Sandra Borda. La estrategia funcionó: el discurso moderno y cosmopolita, tan distinto al estridente y parroquiano de Uribe, apaciguó las voces críticas, como las de los congresistas de EE.UU. que habían impedido la aprobación del TLC por la situación de derechos humanos en el país.

Segundo, la política exterior sobre el tema fue subordinada al objetivo que obsesiona a la canciller Holguín: mostrar a Colombia como un líder internacional que está entrando a los “grandes clubes”, como la OECD y el Consejo de Seguridad de la ONU. El problema es que los socios de esos clubes no tienen cinco millones de desplazados por la violencia, ni están en el fondo de la tabla mundial de protección de la integridad personal, junto con Bangladesh, Birmania, India, Corea del Norte y Sudán.

Dado que las cifras son tozudas, el Gobierno decidió hacer lo que los aspirantes a los clubes: guardar las apariencias y negar la realidad. En lugar de redoblar esfuerzos por traducir sus políticas en mejorías tangibles, optó por decretar que la situación ya cambió. Y que, como el país ya está “maduro”, puede prescindir del precioso acompañamiento de la Oficina del Alto Comisionado, que le ayudaría a pasar de las leyes y los anuncios a los cambios en el terreno.
Tercero, como la realidad no se cambia por decreto, se ha echado mano de objetables estrategias políticas para construir la imagen del aspirante al club. Hace sólo tres meses, el Gobierno se había comprometido públicamente en Ginebra, ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, a extender el mandato de la Oficina del Alto Comisionado por tres años. El recorte a un año es una maniobra lamentable, impropia de un país con una política exterior seria. La Cancillería también jugó a varias bandas frente al intento de Ecuador, Venezuela y otros por quitarle poderes a la Comisión Interamericana. Hasta el último momento, dio declaraciones ambiguas y puso en riesgo a la Comisión. Con ello logró lo que quería: que la Comisión sacara a Colombia de la lista de países con violaciones graves de derechos humanos.

Todos compartimos con el Gobierno la aspiración a un país que deje de ser reconocido internacionalmente por su triste récord de derechos humanos. Pero eso se logra cambiando la realidad, no retocando la imagen.

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