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¿Derechos políticos de poca monta?
Por: Paula Rangel Garzón | Abril 1, 2014
Más allá del caso puntual de Gustavo Petro, la decisión del presidente Santos de no acatar las medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) es muy desafortunada vista desde un enfoque de derechos humanos. No sólo porque desconoce la Convención Americana y la juris
prudencia de la Corte Constitucional que obliga a acatar las medidas, sino porque retrocede en el reconocimiento de los derechos políticos que son clave para la construcción de una democracia.
Como lo explicaron Rodrigo Uprimny y José Espinosa, la decisión de Santos desconoce la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la jurisprudencia de la Corte Constitucional, según la cual las medidas cautelares de la CIDH son de obligatorio cumplimiento. En ese nivel, la decisión ya es muy criticable porque considera las medidas cautelares como simples recomendaciones. Pero también es muy grave la distinción que hace entre derechos porque no valora adecuadamente los derechos políticos.
Para el gobierno, los derechos políticos son de segunda categoría. Si la CIDH emite medidas cautelares sobre derecho a la vida y a la integridad personal, serían aceptadas. Pero si son para proteger derechos políticos, tienen menos fuerza.
Sin embargo, ni la jurisprudencia ni los tratados internacionales aceptan la diferencia que saca de la manga el gobierno. Los derechos humanos son indivisibles e interdependientes, no se pueden jerarquizar. En la historia de los derechos humanos, los derechos políticos han sido la vía para defenderse del tirano. De ahí que se traduzcan en poder participar, conformar y controlar el poder político. Son indispensables en la concepción de un ser humano integral que expresa sus ideas, participa y decide en la construcción de su sociedad.
Ahora, esa grave distinción pone en vilo la idea misma de democracia. Con la interpretación del gobierno, la ejecución de una medida de protección emitida por la CIDH queda relegada a la decisión del político más poderoso: el presidente. Pero el ejercicio político de un ciudadano –cualquiera que sea- no puede quedar subordinado a la voluntad del máximo mandatario –cualquiera que sea-. Tomarse en serio la pluralidad, los derechos y la construcción colectiva del Estado, pasa por proteger fuertemente la voz del otro cuando esta ha sido acallada (destitución) y cuando se ha pedido que se le proteja (medidas de la CIDH). Por el contrario, si la voz del otro depende de que el más poderoso quiera ejecutar la protección de su derecho, la idea de democracia se va desvaneciendo.
En un país donde el ejercicio político ha terminado casi en el exterminio de partidos como la Unión Patriótica y donde día a día hay amenazas para quienes hacen política, los derechos políticos no pueden ser de poca monta. Considerar que los derechos políticos son de menor categoría y dejar la ejecución de su protección a libertad de un funcionario con claros intereses políticos –y ahora electorales- es un paso atrás que no podemos dar.