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Desigualdad
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | Febrero 4, 2014
Solía decirse en tono de burla que los latinoamericanos de clase media soñaban ser como los estadounidenses, y los de la clase alta, como los europeos. Pero las cifras y el debate recientes sobre la desigualdad económica sugieren que el mundo va en la dirección inversa y se parece cada vez más a América Latina.
De un lado, la desigualdad y la pobreza aumentan en Europa y EE.UU. al ritmo de las políticas de austeridad y desregulación. Según un estudio de la OECD, la desigualdad aumentó en casi todos los países ricos en la última década, incluso en los tradicionalmente equitativos, como Alemania, Suecia y Dinamarca. De ahí que los europeos discutan si la crisis no sólo ha puesto en peligro la economía, sino también su contrato social. Entre tanto, los estadounidenses observan el abismo que se abre entre el 1% más rico y el resto, al que Obama parece dispuesto a jugarle sus restos políticos para mitigarlo.
De otro lado disminuye la desigualdad entre países pobres y ricos. Los últimos 30 años habrían presenciado “la primera disminución de la desigualdad global desde la Revolución industrial”, según un estudio de Branco Milanovic, del Banco Mundial. Aunque las distancias con Europa y EE.UU. siguen siendo enormes, suben los ingresos y baja la pobreza en Asia, América Latina y el Medio Oriente.
¿Cómo sería el mundo resultante? Quizás uno con menos pobreza, pero también profundamente desigual. A la inequidad existente se suma el hecho de que la nueva riqueza está beneficiando desproporcionadamente a unos pocos. Los datos de Milanovic muestran que el 8% de la humanidad gana el 50% de los ingresos mundiales. Cuando se mide en términos de riqueza, la desigualdad es aún más chocante, como lo recordó un informe de Oxfam para el foro de Davos. La mitad de la riqueza mundial es de propiedad de un 1% de la población, mientras que las 85 personas más ricas tienen tanto como la mitad más pobre de los seres humanos.
Por eso la desigualdad se está instalando en el centro de los debates académicos y políticos, que giran alrededor de tres preguntas: qué importa, por qué y qué hacer. Son temas gruesos a los que hay que volver la atención, así que por ahora van sólo unos apuntes.
Importa por múltiples razones, especialmente cuando crece y llega a los niveles actuales: pone en riesgo la democracia (porque el poder económico se traduce en un desproporcionado poder político, como en EE.UU.), alienta políticas económicas favorables al 1% pero perversas para el 99% (como la austeridad europea) y deja en el papel principios éticos y jurídicos básicos (como la igualdad de trato).
¿Por qué persiste? Aquí está uno de los temas más interesantes de discusión entre los economistas. Unos, como Milanovic y Stiglitz, culpan a políticas económicas erradas como las de Merkel. Otros dicen que es un resultado casi inevitable de las economías de mercado en el largo plazo, como lo sostiene Thomas Picketty en un libro fascinante que ha suscitado una controversia internacional.
Los diagnósticos distintos llevan a respuestas diferentes sobre qué hacer. Los primeros apuntan a políticas de salud, educación e ingresos que han sido exitosas en países como Corea del Sur y, en menor medida, Brasil y Chile. Los segundos, a medidas más radicales, como un impuesto global sobre las ganancias.
De modo que, a menos que se tomen correctivos (como invertir en educación accesible y de calidad), el mundo avanza hacia sociedades fragmentadas y temerosas en las que los ricos viven en conjuntos cerrados y los pobres en barrios de invasión. De eso podemos dar fe los latinoamericanos.
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