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Durmiendo en una cama en llamas

El nuevo informe del panel intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC) desnuda el dilema existencial de la humanidad: sabemos que estamos destruyendo el planeta, pero seguimos en ello.

Estamos plácidamente dormidos en una cama en llamas, como dijo el psicólogo Daniel Gilbert. De hecho, la reacción usual ante la mención de las emisiones de carbono o el Protocolo de Kioto es un sonoro bostezo.

Hace 25 años, cuando el cambio climático saltó a los titulares de prensa, la inacción colectiva podía provenir de dudas sobre los datos. Aunque desde su primer informe, en 1988, el PICC encontró evidencia del calentamiento global e indicios serios de la responsabilidad humana, la información disponible dejaba vacíos por los que se colaban los escépticos y se escabullían gobiernos y empresas interesados en negar el fenómeno.

Hoy el problema es otro. El reciente informe concluyó, con la certeza propia de los hallazgos científicos más sólidos (95%), que los humanos estamos causando los estragos del calentamiento global: inundaciones y sequías extremas, riesgo de extinción del 50% de las especies, elevación del nivel de los mares que avanzan sobre ciudades como Cartagena, millones de muertos y desplazados por desastres climáticos, y un largo etcétera.

Nuestra reacción colectiva frente a la evidencia es tan irrazonable como la de un paciente que sigue consumiendo azúcar cuando su médico le informa, exámenes de laboratorio en mano, que hay un 95% de probabilidad de que la diabetes que padece se deba a su desbalanceada dieta. Pero eso es lo que estamos haciendo. Las tres últimas cumbres sobre el cambio climático (Copenhague, Durban y Doha) no han logrado un acuerdo mundial para reducir las emisiones de carbono. La economía mundial sigue siendo propulsada por combustibles fósiles. Colombia, por ejemplo, sigue apostándole a la locomotora carbonífera y petrolera, aunque la información compilada por el PICC muestre que explotar más del 20% de las reservas mundiales de carbón y petróleo dispararía los peores efectos del calentamiento global.

¿Por qué la disonancia entre conocimiento y acción? Ante la perplejidad de los climatólogos, son los psicólogos como Gilbert quienes están dando las respuestas más interesantes. La primera razón es que los seres humanos no estamos bien equipados para reaccionar ante alteraciones graduales. Nuestras alarmas cognitivas se disparan por cambios súbitos y se ponen en rojo cuando los vemos reflejados directamente en otros seres humanos. Pero el cambio climático sucede lentamente y, hasta ahora, se ha plasmado principalmente en la naturaleza.

Un segundo motivo es que, incluso quienes reconocen la urgencia del problema, no están dispuestos a sacrificar su forma de vida. Nos debatimos entre el aprecio por el ambiente y las generaciones futuras, y el apego por hábitos que contribuyen al calentamiento global, como viajar en avión o comer carne con frecuencia.

Una última razón es un clásico dilema de acción colectiva: no se hace el sacrificio individual porque no se está seguro de que los demás lo vayan a hacer. Una persona, una empresa o un país no deja de contaminar porque no hay nada que le garantice que los demás van a hacerlo también. Si no lo hacen todos, el sacrificio de uno solo no sólo es injusto, sino fútil.

De modo que el cambio climático es un problema tan urgente como difícil. Pero no todo son nubes negras. Además de datos contundentes, hay razones políticas para el optimismo moderado, como mostraré en columnas sobre la venidera cumbre mundial del tema en Varsovia.

Consulte la publicación original, aquí.

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