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El año de la esperanza de paz

Para quienes nacimos en los ochenta, la esperanza de paz es un sentimiento casi desconocido.

Por: María Paula Saffon SanínEnero 11, 2014

Sabemos qué es como idea abstracta, pues la escuchamos de boca de los líderes que luchaban contra la violencia. Pero entonces la idea no sólo no se puso en práctica sino que quienes osaron proclamarla fueron reprimidos con virulencia.

Cuando Pizarro, Galán y Jaramillo fueron asesinados, la gente tenía capacidad de indignación. Ello condujo a la movilización por la Constitución del 91, que introdujo las reformas más radicales en la historia. A pesar de la esperanza que inspiraron esos cambios, los años que siguieron fueron desoladores en muchos sentidos. Los actores que buscaron implementar la Carta fueron perseguidos por la extrema derecha con la complicidad del Estado, lo cual condujo al exterminio de la UP y al asesinato y exilio de muchos activistas, jueces y otros funcionarios que le apostaban a la democracia.

Desde los noventa, el principal sentimiento compartido por la población fue el miedo, que condujo a un estado general de impotencia. Aunque las violaciones de derechos humanos se volvieron el pan de cada día y la creatividad del terror alcanzó grados inverosímiles, la gente se indignaba cada vez menos. La violencia parecía un estado natural. La única opción para sus víctimas era padecerla en silencio mientras los demás cerraban los ojos.

Durante el gobierno Uribe, la presencia de las fuerzas armadas aumentó y se generó la creencia de que la guerra podía ganarse. Pero el miedo no terminó sino que fue manipulado para fomentar el odio contra la guerrilla. El Estado continuó atentando contra la disidencia y aliándose con grupos ilegales. Y el final de la violencia volvió a ser distante, pues la guerrilla fue debilitada pero no vencida, la negociación fue desplazada por la mano dura y los acuerdos con los ‘paras’ no condujeron al desmonte de sus estructuras.

En el último año, en medio de la incertidumbre sobre el fin de la guerra, llegó de pronto la idea de paz, primero como rumor, luego como sueño. A pesar de los avances lentos pero sustanciales de las negociaciones, la gente mantuvo su incredulidad durante meses. Pero en días recientes la esperanza parece haber irrumpido en la escena política.

La discusión pública está enfocada en la paz. Existe una clara mayoría a favor de las negociaciones, que muestra que la gente admite por fin que la paz puede alcanzarse. La favorabilidad de Santos remonta mientras que la de Uribe baja, pues la gente parece haber entendido que los riesgos que aquél tomó al fortalecer al adversario eran necesarios para aumentar la viabilidad de una paz negociada, que nunca habrían madurado con un discurso como el uribista.

La política, además, está vigorizada. Las elecciones legislativas serán más importantes que las presidenciales, pues allí se jugará el éxito de la paz. Políticos prestigiosos quieren ser congresistas; a ellos se añaden movimientos dispuestos a aliarse en coaliciones plurales cuyo principal objetivo es defender la paz. Si ésta se concreta, se sumarán también los movimientos de desmovilizados y los que han surgido de la reciente protesta social, que podrán participar con más oportunidades gracias a los cambios promovidos por los acuerdos.

Por primera vez en años creemos que las cosas pueden cambiar de modo trascendental. Es imposible saber si ese cambio sucederá realmente, pues es grande la incertidumbre. Pero el solo hecho de que exista un sentimiento potente de esperanza de paz debería celebrarse, pues contrasta con décadas de desaliento y puede empujarnos a actuar colectivamente en pro de ese cambio.

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