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El Congreso que se nos viene
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | marzo 18, 2006
Si los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, los resultados de las elecciones parlamentarias recientes nos deja mal parados. Todo indica que nos merecemos un Congreso de bolsillo, que se limitará a convertir en ley las decisiones tomadas en Palacio. Pero el asunto es aún más grave. Porque la paradoja es que elegimos por mayoría a un Congreso cuyas leyes, por lo menos en los asuntos más duros, irán en contra de lo que la mayoría de los colombianos dice preferir en las encuestas. Veamos cómo, al mejor estilo criollo, nos metimos en este enredo de no creer, y lo caro que nos puede salir esta nueva incursión en el realismo mágico.
Comencemos por el realismo y dejemos lo mágico para más adelante. La dura realidad, como dije, es que el Congreso será de bolsillo. Si se suman las curules obtenidas por los partidos uribistas (la U, Cambio Radical, Conservador, Alas Equipo Colombia y Colombia Democrática), el gobierno tiene asegurada una mayoría cercana al 60 por ciento en el Senado y la Cámara. Pero a esta cifra hay que agregar congresistas que, aunque expulsados a último momento de las huestes uribistas, pertenecen a partidos como Convergencia Ciudadana y Colombia Viva, cuyo voto respaldará al gobierno en los temas clave, como la negociación con los paramilitares, la seguridad democrática, los impuestos o el TLC.
Cuando se incluyen unos y otros, la mayoría oficialista se convierte en una verdadera aplanadora que controla cerca del 70 por ciento del Congreso. Y es una aplanadora bien aceitada por la mayor disciplina del nuevo sistema de bancadas. Como vamos, aunque la comparación no les guste a muchos, nos parecemos cada vez más a Venezuela, cuyo gobierno y congreso omnímodos se pueden dar el lujo de ordenar que el caballo de su escudo nacional mire ahora hacia la izquierda. Nada se opondría a que las bancadas oficialistas respondan el gesto, a pupitrazo limpio, girando hacia la derecha el gorro frigio del nuestro. Adiós, en fin, al viejo sistema de frenos y contrapesos democráticos.
La paradoja, y lo mágico-trágico de la historia, es que la entrada triunfal del ?poder de las mayorías? al Congreso dará lugar, en realidad, a leyes que reflejarán el querer de unas poderosas minorías que harán lo que intentaron pero no pudieron en el primer mandato de Uribe. Ya se ve venir el reencauche de la reforma tributaria que extiende el IVA a la canasta familiar para rebajar el impuesto a la renta de las empresas, sin importar que a semejante medida regresiva se oponga la mayoría de la población. Enseguida vendrá la aprobación a pupitrazo del TLC, para evitar la incómoda discusión de los sondeos que indican que la mayoría de los ciudadanos se opone a la adopción incondicional del tratado.
Pero lo que seguramente encabezará la agenda parlamentaria será la reforma a la justicia soñada por el ex ministro Londoño Hoyos, quien corrió la mala suerte de adelantarse a su tiempo y quemarse prematuramente (¿o quién mejor que él, con su verbo y pensamiento extremos, para ser el portavoz del acrecentado uribismo del segundo período?). Todo esto, claro, sin importar que la acción de tutela que se querrá desmontar sea una de las instituciones más populares del país, ni que la Corte Constitucional sea uno de los pocos puntos de balance y contrapeso que quedan en pie.
¿Cuál es la razón de semejante sinrazón? ¿Cómo elige un pueblo un Congreso que le dará la espalda? La primera causa es que la mayoría de la gente votó por lo que le ofrecieron: un eslogan, una imagen, una mano en el corazón y una mirada a lo lejos. En medio del encantamiento colectivo en el que estamos con la seguridad democrática, las ideas y las propuestas eran lo de menos: lo que se jugaba era el apoyo al Caudillo. Pero una razón igualmente poderosa es que el 60 por ciento de los electores potenciales no salió a votar. No sabemos si la mayoría abstencionista tiene preferencias similares a la minoría que votó, si allí se encuentra buena parte de los descontentos que salen a relucir en las encuestas, o si simplemente les importa un bledo la política. Lo que sí sabemos es que, también por la indiferencia de la mayoría, terminó elegido un Congreso que velará por los intereses de las inmensas y poderosas minorías. No es un Congreso ilegítimo, como dirían los escépticos de la política electoral, desde los anarquistas hasta las Farc. Es el Congreso que nos merecemos.
Se me dirá que así es la vida, por lo menos en la democracia. Cierto. Pero también es cierto que la esencia del juego democrático consiste en que nadie se puede atornillar indefinidamente al poder, y que las suertes políticas cambian gracias al debate y la oposición de partidos y movimientos sociales cuya existencia es garantizada por un Estado con división de poderes. Esa es la democracia que habrá que defender en los próximos años.