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El defensor del puesto
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | octubre 8, 2006
Los columnistas se dedican a escribir sobre lo que pasa. Propongo, en cambio, hablar sobre lo que no pasa. O mejor: sobre lo que debería suceder pero no sucede. Y no hay mejor ejemplo por estos días que el de los ?altos funcionarios? del Estado que, en lugar de hacer el trabajo que les encomendamos con los impuestos que pagamos, se dedican a pasar de agache para defender su puesto.
El caso por antonomasia es el Defensor del Pueblo, que ya otros han llamado el ?Defensor del Puesto?. ¿O cuándo fue la última vez que oímos en la prensa de una investigación de la Defensoría sobre violaciones a los derechos humanos?¿Qué ha dicho sobre los derechos de las víctimas del conflicto que debe proteger en el proceso de la Ley de Justicia y Paz?¿Qué pasó con el rol protagónico que tenía la Defensoría en relación con la situación de millones de desplazados que ahora venden frunas en los semáforos? Es más: ¿alguien se acuerda del nombre del Defensor?
El silencio contrasta con la voz que tuvo la Defensoría en mejores épocas. No hace mucho expedía alertas tempranas para evitar masacres y desplazamientos forzados, opinaba sobre el agarrón entre las Cortes por la tutela y tenía algo que decir sobre los excesos del Ejército, la guerrilla y los paras en el conflicto armado. Ahora, como me lo dijo un defensor del pueblo de otras latitudes, la Defensoría colombiana parece ser de esas cuyas investigaciones ?llegan hasta las antepenúltimas consecuencias?. Es decir: hasta el punto en el que hurgar un asunto para defender los derechos de los ciudadanos puede incomodar a los poderes estatales a quienes se les debe el puesto, o de quienes depende el puesto soñado para después de salir del actual.
El problema del silencio es especialmente grave en el caso de la Defensoría porque la denuncia es la única herramienta que tiene para cumplir su función. Pero hay muchos otros defensores del puesto que brillan por su ausencia en los debates en los que deben intervenir. Piensen, por ejemplo, en la sigilosa Comisión Nacional de Televisión. Ahora que cuatro de sus cinco miembros están alineados con el Ejecutivo, se ha dedicado a pasar inadvertida y a molestar lo menos posible. De ahí que el gobierno, que antes le tenía tantas ganas a la eliminación de la Comisión, haya engavetado el asunto.
La misma suerte correrá, seguramente, la Contraloría. No se necesita ser politólogo para sospechar que el contralor Turbay no se convertirá en el fiscalizador celoso de las acciones del gobierno cuya bancada lo eligió en el Congreso. Así que podemos ir diciéndole adiós a la Contraloría que paró el negocio chueco de la venta de Telecom y que viene produciendo las pocas cifras confiables sobre la economía que quedan en el país.
Nada de esto sería preocupante si se tratara tan sólo de una mala racha de nombramientos. Pero el asunto no tiene que ver únicamente con las personas que ocupan los cargos, sino con la estructura institucional que la hace posible, que no es otra que la de nuestro presidencialismo secular agravado por la reelección. Porque, como muchos lo vaticinaron, el ?articulito? que permitió la reelección inmediata desequilibró el sistema de pesos y contrapesos que la Constitución había previsto para un período presidencial de cuatro años.
Por eso, los casos de la Defensoría, la Contraloría y la Comisión Nacional de Televisión son apenas el aperitivo. El plato fuerte es lo que se viene pronto con la Corte Constitucional, la Junta Directiva del Banco de la República, la Procuraduría y otras entidades que hasta ahora le hacían contrapeso al poder presidencial. Como vamos, en todas ellas tendremos defensores del puesto que sabrán compensar con su bajo perfil el favor hecho por las mayorías que los nombraron desde el gobierno o el Congreso.
A menos que, por uno de esos milagros que todavía pasan en el país del Sagrado Corazón, el Congreso decida restablecer el equilibrio del edificio constitucional. Por eso hay que encender una vela por el proyecto de reforma constitucional que presentó hace unos días la bancada liberal, que busca hacer precisamente esto. El proyecto hace algunas propuestas que hacen peor el remedio que la enfermedad, como que la mayoría de la Corte Constitucional sea nombrada directamente por el Senado. Y otras que son francamente ingenuas, como la de pedirles a las mayorías parlamentarias que se dejen meter el gol de reservar para la oposición los organismos de control (Procuraduría, Defensoría y Contraloría).
Pero va en la dirección correcta y, a falta de mejores ideas, es el único punto de partida que tenemos para intentar recuperar la decencia institucional que se nos va. Antes de que los defensores del puesto se tomen lo que queda del Estado colombiano.