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En Perú y América Latina, la protección del espacio cívico es esencial para fortalecer la democracia y garantizar que las voces más vulnerables. | EFE

El derecho a la protesta en amenaza: la situación de Perú

Perú enfrenta una democracia fracturada: represión violenta, criminalización de protestas y exclusión de comunidades campesinas e indígenas. La crisis política y social exige justicia y un cambio estructural urgente para saldar las deudas históricas que existen con poblaciones vulnerables.

Perú carga con heridas que nunca terminaron de sanar. Las cicatrices del conflicto armado interno y la dictadura de Fujimori han dejado una democracia tambaleante, plagada de desconfianza y desilusión. Estas heridas, que parecían haber quedado relegadas al pasado, continúan latiendo con fuerza en cada protesta reprimida, en cada marcha deslegitimada, en cada acto de resistencia que es tachado de subversión. Desde 2016 se ha evidenciado la crisis que atraviesa el país: seis presidentes, tres congresos y una constante pugna por el poder han desdibujado las bases de una institucionalidad ya frágil.

El actual gobierno de Boluarte representa el clímax de esta crisis. Su administración es percibida como el resultado de años de corrupción, represión y criminalización. Desde su ascenso al poder en diciembre de 2022, tras la destitución del presidente Castillo, Perú ha vivido una escalada de tensión social sin precedentes. Las protestas masivas que exigían nuevas elecciones, justicia y un cambio estructural fueron reprimidas: más de 60 muertes, miles de heridos, cientos de personas criminalizadas y un país dividido entre quienes demandan justicia y quienes justifican la represión en nombre del orden.

Cruz, abogado de Derechos Humanos de Sin Fronteras, con quien conversamos para este blog, señala que esta crisis es acumulativa y no exclusiva del actual gobierno. Desde el fin de la dictadura de Fujimori, Perú ha oscilado entre diversos caminos fallidos de reconstrucción. La decisión de edificar un Estado sobre la base de la Constitución de esta dictadura ha perpetuado desigualdades y conflictos, mientras que los retrocesos en derechos colectivos, muestran la incapacidad del Estado para abordar problemas estructurales. 

¿Por qué es importante garantizar el derecho a la protesta? 

El derecho a la protesta social consiste en “una forma de acción individual o colectiva dirigida a expresar ideas, visiones o valores de disenso, oposición, denuncia o reivindicación” según la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión-RELE de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Las constituciones políticas de los países de América Latina, han incorporado la protección de este derecho dentro de sus ordenamientos internos, y aunque en el caso de algunos países este derecho no se encuentra explícito, sí lo podemos deducir de su jurisprudencia.

De acuerdo con Lalinde en El elogio a la bulla (2019), el derecho a la protesta constituye un pilar esencial de las sociedades democráticas, asegurando que grupos históricamente excluidos de la toma de decisiones, como mujeres, pueblos indígenas, personas LGBTQ+, entre otros tengan garantías para alzar su voz. Este derecho fortalece la participación ciudadana y promueve la construcción de sociedades más inclusivas y respetuosas de la diversidad de opiniones. 

No obstante, dicho reconocimiento a nivel normativo no ha sido suficiente para proteger el ejercicio del derecho a la protesta social en la práctica y su relación con el ejercicio de otros derechos como la libertad de expresión, el derecho a la vida y a la integridad personal, o la igualdad y no discriminación.

Criminalización contra personas indígenas y campesinas: el caso de los jóvenes de Cusco

En diciembre de 2022 tuvieron lugar múltiples protestas por la crisis política. En la región de Cusco, como en otras partes del país, miles de personas se volcaron a las calles. Los jóvenes, muchos de ellos provenientes de comunidades campesinas e indígenas, fueron parte clave de estas movilizaciones, y también se convirtieron en blanco de una represión violenta por parte de las fuerzas del orden. 

Richard Camala, Ferdinán Huaccanqui, Redy Huamán y Joel Hivallanca, cuatro jóvenes del distrito de Pisac, provincia de Calca, departamento del Cusco, todos provenientes de la Comunidad Campesina de Cuyo Grande, se unieron a las manifestaciones. El 31 de enero de 2023 fueron detenidos y acusados de cometer los delitos de disturbios y entorpecimiento al funcionamiento de servicios públicos, a pesar de no haber pruebas suficientes que los vinculen directamente. Fueron condenados a prisión de entre seis y siete años, junto con una reparación civil bastante significativa ($21,585.00 dólares americanos). La criminalización de estos jóvenes se convirtió en un caso emblemático de cómo las protestas sociales, especialmente aquellas lideradas por comunidades indígenas y campesinas, son brutalmente reprimidas.

Vera, abogado de “Derechos Humanos Sin Fronteras”, quienes han acompañado el proceso judicial, indica que dicho proceso ha estado lleno de irregularidades desde la detención y que, además, los delitos imputados y la pena son absolutamente desproporcionados. En sus palabras, “esta sentencia está plagada de nulidad”. De hecho, los jóvenes se declararon culpables, por una mala asesoría de quienes en ese momento ejercían su defensa legal, quienes les aseguraron que esto les permitiría salir en libertad. No obstante, esto no ocurrió y al final fueron condenados sin que se verificaran las pruebas.

Este caso, además de dar cuenta de cómo el Estado peruano ha venido afianzando estrategias para criminalizar la protesta social, también refleja una profunda problemática de racismo estructural, donde las comunidades indígenas y campesinas, históricamente marginadas, enfrentan una doble estigmatización: por su origen étnico y por su activismo político. La violencia institucional contra estos jóvenes resalta la exclusión social y política que sufren en un país que sigue arrastrando fuertes desigualdades. La actuación desproporcionada por parte de la fuerza pública se refleja tanto en la represión de la protesta, como en su posterior criminalización. 

En el proceso, los jóvenes de Cuzco fueron tratados sin un enfoque intercultural, aunque pertenecen a una comunidad campesina e indígena. Por ejemplo, no hubo un intérprete de quechua a pesar de que esta es la lengua materna de los jóvenes. En palabras de Vera, “en castellano no se desenvolvían muy bien, muy poco hablaban, más era en quechua. Este es un derecho fundamental, que sean ellos juzgados dentro de su idioma materno que ellos manejan y más aún si van a reconocer responsabilidad y explicarles las consecuencias de la responsabilidad que están aceptando”. 

Además, el dinero que han sido obligados a pagar desconoce sus circunstancias socioeconómicas. En el mismo sentido, Vera sostiene que es “totalmente desproporcionada esta reparación civil, para ellos que no pueden juntar dinero porque no se dedican ni al comercio, sino a cultivar la tierra, sus productos, a la agricultura, principalmente”.

La ley N°32183, la excusa de “seguridad” para criminalizar la protesta

Casos como el de los jóvenes de Cusco no son aislados; por el contrario, reflejan una constante en todo el país, donde las fracturas sociales y políticas se entrelazan con una creciente sensación de inseguridad ciudadana. En este contexto, lejos de implementar políticas públicas efectivas contra la inseguridad, el Estado ha optado por instrumentalizar esta problemática. Utilizando el pretexto de la seguridad, ha intensificado la criminalización de la protesta, una estrategia que se alinea con tendencias observadas en otros gobiernos con inclinaciones autoritarias. Con la promulgación de la ley N° 32183 de noviembre del 2024 se evidencia lo anteriormente dicho. En su redacción deja peligrosamente abierta la posibilidad de que actos de protesta, como el bloqueo de carreteras o la ocupación de espacios públicos, sean considerados como extorsión. Además, impide que funcionarios se sumen a huelgas de otros sectores, indicando que no podrán continuar ejerciendo su cargo.  

Imaginemos un escenario común: campesinos e indígenas bloquean una carretera, no por capricho, sino porque las decisiones tomadas en Lima han ignorado sus necesidades. Con esta ley, estos actos serían extorsión. Este enfoque no solo estigmatiza la protesta social, sino que también construye un muro entre el Estado y sus ciudadanos, tratando demandas legítimas que se reclaman colectivamente en el espacio público como amenazas al orden.

Esta ley institucionaliza este tipo de injusticias. Más que proteger el orden público, refuerza un sistema que busca desmovilizar a los sectores más vulnerables. En un país donde aproximadamente el 60% de las protestas están vinculadas a conflictos socioambientales y estos en su mayoría se desarrollan en comunidades campesinas e indígenas, es una herramienta para silenciar las demandas de quienes ven sus territorios amenazados y sus derechos pisoteados.

Cruz destaca que esta propuesta no responde a una falta de legislación contra la inseguridad, ya que el ordenamiento jurídico existente es suficiente. En cambio, la iniciativa parece apuntar a restringir derechos en el marco de la protesta social. 

Cierre de espacio cívico y el peligro para la democracia

La ley y el caso de los jóvenes de Cusco son ejemplos de cómo la criminalización de la protesta limita la participación ciudadana. ¿Qué significa esto para la democracia peruana? Significa que el Estado no solo reprime, sino que también legisla contra el ejercicio de derechos fundamentales. También que la protesta deja de ser vista como un pilar de la democracia para convertirse en una amenaza que debe ser contenida. En los últimos meses, Perú ya no ha tenido protestas masivas a nivel nacional, sin embargo, existen protestas con contexto regional que siguen en peligro debido al cierre de espacios. 

En Perú y América Latina, la protección del espacio cívico es esencial para fortalecer la democracia y garantizar que las voces más vulnerables, muchas veces provenientes de comunidades históricamente marginadas, sean escuchadas sin temor a represalias. Por tanto, es esencial que se respete y proteja no solo el derecho a la protesta, sino todos los derechos y libertades fundamentales. La democracia florece con el respeto a la diversidad de opiniones y la garantía de derechos humanos, no con la represión y la criminalización de quienes alzan su voz en busca de una transformación política y social.

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