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El desorden mundial
Por: Mauricio García Villegas | Octubre 17, 2008
EL RECIENTE DERRUMBE DE WALL Street ha producido tres tipos de reacciones en la prensa: la de los neoliberales, que simplemente se callan (ya era hora); la de los enemigos del capitalismo, que se frotan las manos con la esperanza de que este sea el principio del fin de los Estados Unidos, y la de todos aquellos que no creen que este sea el fin del capitalismo, pero piensan que su supervivencia depende del fortalecimiento del Estado.
No me identifico con ninguna de esas tres reacciones típicas, sino con otra, minoritaria y marginal, que estima que la solución definitiva para evitar estos sobresaltos de la economía mundial —y de otros que se ven venir— no está en fortalecer al Estado, cualquiera que este sea —capitalista, socialista, fundamentalista— sino en debilitarlo, o por lo menos en limitarlo. Me explico.
Lo primero es que, dados los tiempos que corren, mi posición es más bien utópica. Quizá por eso es minoritaria, pero no por eso es menos apremiante (la utopía no es el reino de lo imposible, sino de lo deseable). Lo que creo es que hay que quitarles poder a los Estados y pasárselos a las instituciones internacionales. Mejor dicho, hay que empezar a sentar las bases de una organización mundial capaz de imponer orden a los Estados. Si el sistema financiero de los países es interdependiente —como lo hemos constatado durante las últimas semanas— no tiene sentido resolver problemas derivados de esa interdependencia con instituciones independientes, como son los Estados.
Claro que tener Estados fuertes es mejor que tener Estados débiles, como tenemos hoy en día. Eso es mejor, pero no es suficiente. La globalización es tal, que los Estados, por fuertes que sean, no pueden proveer la regulación que se requiere. En el mundo actual existe un desfase entre la vida social y las organizaciones que regulan esa vida social. Vivimos en un planeta interconectado: los negocios, la cultura, las comunicaciones, las guerras, el medio ambiente, son cada día más globales.
Si todo se redujera a los sobresaltos económicos, el asunto no sería tan grave. Pero no es así; la desregulación afecta sobre todo a las relaciones políticas entre los Estados. Estamos en un mundo multipolar cada vez más peligroso; un mundo en el que abundan las armas nucleares, los tiranos se creen representantes de Dios en la tierra o se dicen voceros indiscutibles de la voluntad del pueblo, y las mafias y los intereses económicos chantajean a los gobiernos.
Ese mundo se parece mucho al de principios del siglo XVI, cuando católicos y protestantes se hacían la guerra en nombre del mismo Dios. El hombre es un lobo para el hombre, decía Thomas Hobbes refiriéndose a esa situación de guerra de todos contra todos. La solución consistió entonces en crear instituciones superiores, más poderosas que todas las partes en disputa, con capacidad para disuadirlos a todos. Esas instituciones fueron los Estados. Ahora estamos —y sobre todo, estaremos— en una situación parecida, sólo que los que se pelean no son las personas sino los Estados (el Estado es un lobo para el Estado).
Soy consciente de que esta solución está muy lejos todavía y que mientras tanto se requiere de una regulación estatal del sistema financiero. Sólo espero que la creación de un sistema global de regulación económica y política tenga lugar antes de que los bancos y los ejércitos hayan acabado con el mundo.