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El matrimonio igualitario
Por: Luz María Sánchez Duque | Diciembre 10, 2012
La única razón real del rechazo al matrimonio igualitario es la repulsión frente a la homosexualidad. Los demás argumentos son apenas débiles cascarones que encubren esta animadversión.
Parece increíble que tras siglos de humanismo y declaraciones de derechos, el reconocimiento pleno de la igual dignidad de todas las personas sea aún puesto en entredicho. Y que se lo haga, no con la actitud timorata propia de quien lanza una idea que se sabe impopular, sino con la arrogancia de quien se cree depositario de una visión compartida por muchos. Y más increíble aún, que haya que salir a conseguir votos de congresistas para que se ratifique lo que se suponía obvio: que todas las personas son dignas y merecen el mismo trato de las autoridades.
Esto es precisamente lo que está sucediendo en el Congreso con el debate sobre el matrimonio para parejas del mismo sexo. Porque de eso se trata esta discusión: de la dignidad de los gays y las lesbianas. Lo que preocupa a quienes se oponen al proyecto es que con el matrimonio se reconoce y dignifica la declaración de amor y compromiso mutuo que hacen dos personas. Lo que está en juego entonces es la aceptación de un modo de vida y no simplemente la extensión de los derechos y deberes legales que implica estar casado.
Por eso los opositores no elevan sus reparos frente a la existencia de figuras legales que les resuelvan cuestiones prácticas a las parejas homosexuales, como qué hacer con los bienes en caso de separación o muerte. Aceptan, como una realidad desagradable pero innegable, que dos personas del mismo sexo se deseen, se amen y convivan juntas y que de esto se deriven algunas consecuencias legales: las que ya reconoció la Corte Constitucional. Pero no admiten que el Estado y la sociedad confieran un valor positivo a esta realidad a través del acto solemne del matrimonio.
Como en el fondo se trata de un debate sobre la aceptación de un modo de vida, la única razón real del rechazo al matrimonio igualitario es la repulsión frente a la homosexualidad. Los demás argumentos son apenas débiles cascarones que encubren esta animadversión. Se ha dicho que la finalidad última del matrimonio es la procreación y que esta solo puede ser satisfecha con la unión entre un hombre y una mujer. Pero si la incapacidad de procrear fuera realmente una razón, habría que impedir el matrimonio de los que no pueden o no quieren tener hijos.
Se ha hablado además de la defensa de los derechos de los niños, pero lo que se está discutiendo es el matrimonio, no la adopción; y aunque hay buenas razones para defender la adopción por parte de parejas homosexuales, la admisión del matrimonio no implica esta. Y se ha dicho también que las parejas homosexuales son más inestables que las heterosexuales. Pero incluso si esto fuera cierto, la predicción de que pocas parejas homosexuales se casarán o que muchas se divorciarán, no es tampoco razón para prohibir el matrimonio.
Queda el argumento de la mayoría. Los opositores encuentran solaz en el respaldo de una encuesta según la cual la mayoría desaprueba el matrimonio entre personas del mismo sexo. Primero habría que preguntarse: ¿Cuáles son las razones de este rechazo? Muy probablemente la respuesta nos devolverá a la primera razón: la repulsión o, en el mejor de los casos, la incomprensión. Y en este caso, tendríamos que preguntar: ¿puede justificar una animadversión extendida la negación de derechos? Y qué si una mayoría repudiara la ingesta de carne: ¿estaríamos dispuestos a que su disgusto se convirtiera en prohibición general? La prueba más atinada de cuán peligroso resulta el argumento de las mayorías la ofreció un comprometido activista LGBTI en su blog al recordarles a los creyentes opositores que fue precisamente una mayoría enceguecida la que votó a favor de la crucifixión de Jesús.
En los últimos días, la animadversión hacia la homosexualidad encontró eco en las expresiones ofensivas de los senadores Gerlein y Espíndola. Ambos reducen el amor y el deseo entre semejantes a un acto sexual aberrante. Después de escucharlos, es difícil dejar de advertir que la perversión está en ellos, más que en lo que ven. Por eso convendría a quienes tienen el destino de este proyecto en sus manos, que se dieran una pasadita por Un Beso de Dick, la conmovedora novela de Fernando Molano sobre el descubrimiento adolescente del amor homosexual, y contrastaran la mirada cándida de su protagonista con la perspectiva retorcida del senador Gerlein. Se preguntaba aquel, en la novela, “Dios, ¿en dónde tienen el veneno los muchachos?… Yo no entiendo. Tanto escándalo por un beso… qué amargado es todo el mundo. Se arman un lío por nada”. Y convendría también que leyeran a la poeta lesbiana Adrianne Rich, pues sus palabras ayudan más que las de Espíndola a comprender que el debate sobre el matrimonio igualitario tiene que ver, por supuesto, con el sexo entre parecidos, pero que esta forma de la sexualidad es algo distinto a la parafilia que él pintó:
Te acaricio ahora, y sé que no nacimos mañana,
y que de algún modo tú y yo nos ayudaremos a vivir,
y en algún lugar
cada una debe ayudar a la otra a morir.