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El país rural, sin presencia del Estado

A medida que uno se aleja de las capitales el Estado se desvanece. El poder, en manos de los intermediarios del Estado.

Por: Mauricio García VillegasEnero 15, 2008

La diversidad colombiana no solo está en sus paisajes, sus culturas y sus gentes, sino también en sus instituciones. Una cosa es, por ejemplo, el Estado en las grandes capitales, como Bogotá o Medellín, y otra el que tiene presencia en los pueblos o en el campo. A medida que uno se aleja de las capitales el Estado se desvanece.

Lo primero que produce esta impresión son las carreteras. En estas vacaciones viajé de Bogotá a Medellín, pasando por Manizales. Esta vía fue trazada y construida hace setenta años, cuando el flujo de automóviles podía ser, digamos, 50 veces menor que hoy. Sin embargo, salvo un trayecto muy corto -Manizales-La Felisa-, la carretera sigue siendo la misma. No le han rectificado una sola curva; a lo sumo, le han ampliado las cunetas y limpiado los barrancos.

Más impresionante aún es la ausencia de bienes públicos en el país rural. Casi no hay parques nacionales y los pocos que hay están ocupados por colonos. El resto de la tierra está en manos privadas. En Francia o en Bélgica, por citar sólo dos casos, los municipios son dueños de entre el 20 y el 40 por ciento del área municipal. En Colombia, en el mejor de los casos, son dueños de un par de lotes urbanos, muchas veces empapelados por pleitos en los juzgados.

Los municipios no sólo carecen de tierra, sino también de dinero suficiente para emprender obras importantes. Lo que recaudan por el predial es exiguo. Las fincas de recreo, por ejemplo, a pesar de ser bienes suntuarios -gravados con tributos altísimos en cualquier país desarrollado- pagan lo mismo que una finca sembrada de plátano o de café, es decir, muy poco. Esto da lugar a la situación absurda de municipios con presupuestos miserables pero habitados por propietarios ricos.

Otro impuesto que casi no se paga en el campo es el de renta. Las fincas agroindustriales venden sus productos a pequeños intermediarios para no tener que facturar y no pagar impuestos por lo que producen.

Nada de esto sería tan grave si los dueños de las fincas fueran los campesinos. Pero no es así. Como en la Colonia, la gente del campo sobrevive con lo que le pagan por su trabajo en las haciendas de los ricos. Además, lo que les pagan es inferior a lo que la ley establece. En el Quindío, por ejemplo, el jornal oscila entre 15 y 16 mil pesos diarios, de lo cual el patrón descuenta cuatro o cinco mil pesos para la alimentación. Nadie les paga prestaciones y, para no afiliarlos al Seguro Social, sólo los contratan cuando están en el régimen subsidiado de salud. Si eso pasa en el Quindío, ¿qué se puede esperar de lo que pasa en Cesar, Magdalena o Caquetá?

No sobra agregar que el país se habría ahorrado muchas de estas injusticias si la clase dirigente colombiana hubiese sido capaz de hacer una reforma agraria. Más aún, se habría evitado el surgimiento de las guerrillas. Lo peor de todo es que esa miopía conservadora que ve en toda propuesta de reforma social un atentado contra la libertad -la de los finqueros, claro- todavía subsiste.

Quedan, eso sí, las cabeceras municipales con sus alcaldías, sus puestos de policía, sus juzgados, etc. Pero la presencia de estos organismos es muchas veces más formal que efectiva. El verdadero poder está en manos de los intermediarios del Estado; de los gamonales, de los caciques políticos, de los terratenientes. En los pueblos hay más política que Estado y más clientelismo que participación.

De regreso a Bogotá, me pregunto si la Seguridad Democrática del presidente Uribe, con sus consejos comunitarios, su política menuda, su complacencia con la cultura de la ilegalidad de los finqueros, su clientelismo solapado y su preferencia por los grandes capitales, no estará debilitando aún más lo que queda de este estado rural.

Mauricio García Villegas

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