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El pecado y el perdón
Por: Mauricio García Villegas | Diciembre 25, 2009
EN ESTA ÉPOCA DE NAVIDAD SIEMpre pienso que todas las religiones, como las personas, tienen sus virtudes y sus defectos. Tratándose de defectos, por ejemplo, me parece que el Budismo es demasiado fatalista ante las penurias materiales, el Islam subyuga a las mujeres y el Protestantismo es intransigente con las pasiones humanas. ¿Y el Catolicismo? pues me parece que su mayor defecto es la manera como perdona los pecados.
En la tradición católica los peores crímenes quedan expiados en el instante en el que el pecador se arrepiente y se confiesa. De ahí la expresión española “el pecado se lava con un poquito de agua”. De la misma manera como un santo puede ir a parar a lo más profundo del infierno si la muerte lo captura sin haberse confesado, el más abyecto delincuente puede llegar al paraíso celestial si se arrepiente en el momento justo. Nada vale la vida mirada en su conjunto; la contabilidad general de vicios y virtudes no cuenta; lo único que tiene valor es la decisión de ser un cristiano fiel cuando llegue el momento de la muerte. No hay injusticia o azar en esta regla de juego, dicen los que defienden esta doctrina; lo que hay es misericordia divina: “Mientras en los juicios humanos se castiga al que confiesa su culpa, en el divino, se le perdona”, dice José María Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei.
Esta manera de concebir el pecado no sólo entraña, a mi juicio, una enorme injusticia —la salvación depende demasiado del azar— sino que, en una sociedad profundamente católica, como lo fue en el pasado la sociedad hispanoamericana, esa doctrina implica que los delitos se afrontan con la lógica del pecado. Como los crímenes son ante todo pecados, la sanción que les corresponde es el sentimiento de culpa y su remedio es el arrepentimiento y el perdón. Así era en la España imperial y me temo que mucho de eso todavía pervive entre nosotros.
La reducción del crimen al pecado conlleva una desvalorización del crimen. Si Dios perdona en un instante, ¿por qué no habrían de hacer lo mismo los jueces? ¿Qué autoridad sobre la tierra puede pretender ser más severa que Dios? y, sobre todo, ¿por qué empeñarse tanto en castigar cuando el juicio definitivo no les corresponde a los jueces de este mundo?
De otro lado, el perdón iba de la mano con la severidad de la ley. Así como las autoridades eran benignas con el acusado, la ley era dura con el delincuente. Esto lo dice muy bien Angel Genivet: “castigamos con solemnidad y con rigor para satisfacer nuestro deseo de justicia, y luego, sin ruido ni voces, indultamos a los condenados para satisfacer nuestro deseo de perdón”. La consabida hipocresía católica se origina en su propia teología.
En esta tradición hay tanta simpatía por el acusado arrepentido como indiferencia por la víctima. Como el pecado es algo tan inevitable como las catástrofes naturales —todos somos pecadores—, las víctimas son simplemente el producto de la fatalidad. (Ahora que digo esto me doy cuenta de que el catolicismo también tiene los defectos de algunas de las otras religiones).
Me dicen que las cosas han cambiado mucho en el catolicismo y que el perdón y la confesión ya no son lo que eran. Es posible, pero las mentalidades y los comportamientos sociales no se liberan tan fácilmente de los fantasmas de su pasado religioso.
Esta columna dejará de aparecer en las próximas dos semanas.