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El perdón

HACE UNAS TRES SEMANAS, CUANDO el Gobierno decidió sacar de la cárcel a Karina y nombrarla “gestora de paz”, quise escribir una columna sobre la idea que tenemos del perdón. Siempre he creído que ahí está uno de nuestros males sociales.

Por: Mauricio García Villegasabril 11, 2009

HACE UNAS TRES SEMANAS, CUANDO el Gobierno decidió sacar de la cárcel a Karina y nombrarla “gestora de paz”, quise escribir una columna sobre la idea que tenemos del perdón. Siempre he creído que ahí está uno de nuestros males sociales.

Pero no supe cómo decirlo y terminé escribiendo otra cosa. Hoy, leyendo un texto de Borges, encontré la idea que andaba buscando.

Se trata de un ensayo titulado Nuestro pobre individualismo en el que Borges muestra lo honda y maligna que fue la huella que dejaron los españoles en nosotros. Borges cita el siguiente párrafo de El Quijote: “Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros… Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres…”. En síntesis, don Quijote le pide a la autoridad que perdone a esos condenados y que deje el asunto en manos de Dios, que sí es un juez justo.

Borges se vale de lo dicho por el Quijote para mostrar el poco aprecio que tenemos los iberoamericanos por la autoridad y por la ley. Pero hay algo más. El pasaje también muestra lo poco que la autoridad valora la ley y su aplicación rigurosa. Los individuos no respetan a la autoridad porque ella no es nadie frente a Dios y la autoridad es complaciente con los criminales porque “ya tendrán quien los juzgue”.

Ambas actitudes vienen de ese catolicismo guerrero que nos fue inculcado por España del siglo XV y que concibe al mundo como un “valle de lágrimas” que sólo tendrá consuelo y paz cuando Dios imponga su justicia definitiva. Entre tanto, estamos condenados a soportar la irremediable imperfección del mundo social.

Mientras en el siglo XVI España inculcaba en sus colonias esta concepción religiosa, el resto de Europa, alentada por el protestantismo o por una visión menos épica del catolicismo, establecía una clara separación entre el pecado y el delito y, por esta vía, creaba las bases para la construcción de una sociedad de ciudadanos responsables y autoridades respetadas.

Hoy, la mayoría de los colombianos ha dejado de practicar la religión católica y muchos son los que descreen de la Iglesia y de sus jerarcas. Sin embargo, la herencia española del perdón sigue viva y se manifiesta en por lo menos estas tres actitudes sociales: 1) el fatalismo, es decir la idea de que la injusticia y el delito son inevitables, como lo es el pecado y como los son los terremotos o las inundaciones; 2) un individualismo indómito, que no se somete a ley ni autoridad que no sea Dios. Calderón de la Barca lo decía claramente: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, y 3) la benevolencia de la autoridad con los acusados, el olvido de sus crímenes y el menosprecio por las víctimas.

Alguien me dirá que todo esto es historia y que hoy en día las cosas son muy distintas. Ojalá fuera así. Pero no lo creo. Es verdad que nuestros gobernantes ya no son esos católicos épicos y exaltados que nos gobernaron en la Colonia —aunque con Uribe uno a veces duda— pero eso no garantiza nada. Basta con que adopten las mismas prácticas, como perdonar los actos atroces, no imponer la voluntad política frente a la injusticia, o desconocer a las víctimas, para constatar, como lo hace Borges, que todavía no nos hemos liberado de los españoles del siglo XVI.

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