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El Supremo

Ahora que el Presidente Alvaro Uribe debe presentar la terna para elegir al nuevo Defensor del Pueblo, es oportuno analizar hasta dónde ha llegado el peligroso poder nominador del Jefe del Estado.

Por: Mauricio García Villegasjulio 27, 2008

La democracia, por definición, es un sistema de competencia entre facciones políticas. Por eso, cuando se acaba la competencia, se acaba la democracia. Cuando un partido o movimiento político consigue una superioridad tan aplastante que ya nadie puede disputarle el poder que tiene, se acaba la competencia. James Madison —el gran constitucionalista del siglo XVIII— denominaba esto “faccionalismo” y pensaba que allí estaba el gran peligro de la democracia. Pero Madison, como muchos de sus contemporáneos, se ideó un antídoto contra ese peligro: un complejo diseño institucional de pesos y contrapesos entre las distintas ramas del poder público, que impidiera la concentración del poder en manos de un solo grupo político. Madison lo dice más bellamente:

“…la mayor seguridad… reside en dotar a los que administran cada rama del poder de los medios constitucionales y los de los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás… La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición”.

Ese diseño es algo así como el alma misma de las constituciones modernas y la Constitución colombiana de 1991 no es una excepción a esa regla. Sin embargo, a raíz de la reelección presidencial inmediata, adoptada en el Acto Legislativo 02 de 2004, ese equilibrio y esa competencia están siendo puestas en grave peligro. Al cambiar el período del Presidente sin cambiar el de los demás servidores públicos que están llamados a controlarlo, la reelección puso a tambalear el andamiaje constitucional existente, como cuando a un castillo de naipes se le remueve una carta y se le cambia por otra que tiene una dimensión o un peso diferente.

La carta removida de ese castillo —el famoso “articulito” de la reforma— faculta al Presidente para incidir en la elección de casi todos los funcionarios que están llamados a controlarlo. Así, por ejemplo, los magistrados de la Corte Constitucional son elegidos por el Senado de ternas enviadas por el Presidente, la Corte Suprema y el Consejo de Estado (art. 239); el Fiscal General es elegido por la Corte Suprema de una terna que elabora el Presidente (art. 249); los magistrados de la sala disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura son elegidos por el Congreso de ternas que presenta el Presidente (art. 254); el Procurador General es elegido por el Senado de una terna del Presidente, la Corte Suprema y el Consejo de Estado (art. 277); el Defensor del Pueblo es elegido por la Cámara de Representantes de una terna presentada por el Gobierno (art. 281); los miembros de la junta directiva del Banco de la República son elegidos por el Presidente (art. 372) y dos de los miembros de la junta directiva de la Comisión Nacional de Televisión son elegidos por el Presidente (art. 77).
Antes de la reelección, los períodos del Presidente y de estos altos funcionarios del Estado no coincidían, lo cual obligaba al Ejecutivo a gobernar con funcionarios nombrados en períodos presidenciales diferentes al suyo. Así, por ejemplo, el Presidente elabora la terna para que la Corte Suprema escoja al Fiscal. Pero como el Fiscal se posesiona más de un año después de posesionado el Presidente, este último debe gobernar una buena parte de su período con un Fiscal nombrado con una terna elaborada por su antecesor. Eso era lo que pasaba antes de la reelección. Hoy en día, en cambio, con un mandato de 8 años, el Presidente gobierna casi todo el tiempo, no sólo con un Fiscal de su cuerda política, sino también con un Procurador General, con un Defensor del Pueblo, con una Corte Constitucional, con un Banco de la República, y así sucesivamente hasta completar todo el Estado. No sobra agregar que todo esto se empeoraría —si es que ello es posible— con una segunda reelección.

Pero el desequilibrio no sería tan grave si tuviéramos un Congreso confiable. Eso contrarrestaría, en parte, el enorme poder que ahora tiene el Presidente. Pero no es así. Ese desequilibrio se torna dramático en los momentos actuales debido a la consabida ilegitimidad del Congreso. Como se sabe, casi la cuarta parte de los congresistas han sido vinculados al proceso de la parapolítica. Eso sin contar la incapacidad de ese órgano, demostrada a lo largo de los últimos años, para votar una reforma política que le permita superar la crisis de legitimidad que vive actualmente. Si tuviéramos un Congreso competente y honesto, se podría esperar que aquellos funcionarios cuya elección pasa por esa institución —los magistrados de la Corte Constitucional y del Consejo Superior de la Judicatura, el Procurador General de la Nación y el Defensor del Pueblo— quedarán bien escogidos. Sin embargo, con el Congreso actual, de mayorías uribistas y en buena parte cuestionado por sus alianzas con el paramilitarismo, es poco probable que esto suceda.

El riesgo de desequilibrio institucional es inminente. En este semestre el Presidente deberá elaborar algunas de las ternas que son cruciales para la Rama Judicial y los organismos de control. La más próxima de ellas es la del Defensor del Pueblo, quien deberá posesionarse el 1° de septiembre de 2008. En los días que vienen, el Presidente deberá presentar la terna a la Cámara de Representantes.

Siendo así, ¿qué se puede hacer para evitar el peligro de faccionalismo que se cierne sobre las instituciones colombianas? Jurídicamente es muy poco lo que se puede hacer, puesto que el desequilibrio que se viene no tiene origen en una ley, sino en la propia Constitución, la cual confiere el Presidente la facultad de hacer esas nominaciones (con esta reforma se plantea la difícil pregunta de si es posible que exista una reforma constitucional inconstitucional; o dicho en términos más técnicos, de si el constituyente derivado, es decir, el Congreso, puede introducir una reforma que modifique la esencia de la Constitución —en este caso la regla democrática de la competencia— establecida por el constituyente primario, es decir, por la Asamblea Nacional Constituyente. La Corte Constitucional ya se hizo esa pregunta cuando se pronunció sobre la reelección y, desafortunadamente, no consideró que hubiese habido ninguna inconstitucionalidad).

Es posible, sin embargo, apelar al artículo 209 de la Constitución Política, en el que se establece que el Presidente —como todo empleado público en ejercicio de su facultad de nominación— debe acatar los principios de transparencia, publicidad, imparcialidad, idoneidad, participación e igualdad. Pero eso tampoco es fácil. La experiencia nos ha enseñado que, cuando del poder de nominación se trata, el Presidente Uribe se comporta como un típico político tradicional, más pendiente de la milimetría política que de los méritos del candidato.
Así las cosas, sólo es posible esperar que la opinión pública y la ciudadanía se movilicen para presionar una elaboración responsable y desinteresada de las ternas. En otros países del continente, como Argentina, Guatemala y República Dominicana, la sociedad civil se ha movilizado con éxito para exigir una elaboración responsable —no políticamente interesada— de ternas destinadas a proveer los altos cargos de la Rama Judicial. En Argentina, por ejemplo, la presión ciudadana y de las organizaciones cívicas condujo al presidente Kirchner a la expedición del Decreto 222 de 2003, con el cual se quiso “dotar de transparencia y participación al proceso de designación de jueces de la Corte Suprema y establecer un mecanismo de autolimitación que ofreciera pautas con respecto a la idoneidad técnica y el compromiso con los valores democráticos de los candidatos propuestos”.

Es cierto que lograr este tipo de movilizaciones es algo que tampoco es fácil, debido a que se trata de un asunto aparentemente técnico y con riesgos difíciles de evaluar por parte de la ciudadanía. Pero hay que intentarlo y en ello desempeñan un papel fundamental no sólo los medios de comunicación —para que expliquen los riesgos actuales—, sino también todos aquellos uribistas que están convencidos de que la defensa jurídica de las instituciones está por encima de la defensa política de Álvaro Uribe.

La movilización ciudadana en defensa del equilibrio institucional y de la democracia no tiene color político. Como las marchas contra el secuestro, es algo que está por encima de las diferencias partidistas y por eso se justifica plenamente. Dicho en otros términos: cuando no sólo el equilibrio institucional ha sido gravemente afectado por una reforma constitucional, sino que el sistema de representación política —que podría contrarrestar ese desequilibrio— se encuentra en una grave crisis, la responsabilidad del Presidente en el ejercicio de su poder de nominación —consagrada en el artículo 209— aumenta. Como quien dice, a falta de límites jurídicos explícitos, es necesario límites políticos impuestos desde la sociedad civil.
No obstante, el optimismo reinante en el país después de la liberación de Íngrid y de los demás secuestrados, la situación actual de nuestras instituciones es delicada y puede deteriorarse mucho si no se toman los correctivos necesarios. La reforma política es sólo uno de esos correctivos. Esperemos que salga bien. Pero hace falta algo más; es necesario que las personas que están siendo llamadas a integrar los altos organismos de control del Estado sean idóneas, competentes y probas. Que esto también salga bien depende, en buena parte, de que el Presidente de la República tome conciencia de la gravedad de la situación actual y asuma su responsabilidad de elaborar ternas con un desinterés político excepcional, desinterés que nadie le exigiría en tiempos de normalidad. Pero está claro que el Presidente no tomará conciencia de esto si no se siente presionado por la opinión pública.

La elaboración de la terna para Defensor del Pueblo, que debe tener lugar en los próximos días, será la prueba de fuego para saber qué tanta capacidad tiene el Presidente de poner al Estado por encima de sus intereses políticos. También sabremos hasta qué punto el faccionalismo ha logrado apoderarse de las instituciones políticas colombianas.

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