Adolescentes en Venezuela enfrentan detenciones injustas, en condiciones inhumanas, por ejercer su derecho a la protesta. | Efe
El “terrorista” de la pistola de juguete: adolescentes detenidos en Venezuela y las líneas que no debemos cruzar
Por: Diana Esther Guzmán Rodríguez, Daniel Tovar | noviembre 1, 2024
El 2 de agosto de 2024 siempre estará en la memoria de Yanire. Ese día, su sueño de ver a su hijo graduarse del colegio se convirtió en la pesadilla de ver cómo lo graduaron de terrorista. A la una de la mañana, cuando estaba con su hermano de cinco años, un grupo de agentes del estado lo sacó de su casa con una acusación por delitos relacionados con terrorismo. Se llevaron con él una bandera de Venezuela, una máscara de Spiderman y una pistolita de juguete con la que su hermanito jugaba a ser héroe. En medio de las lágrimas, Yanire cuenta que el pecado de su hijo de 15 años fue participar en las protestas que se dieron en Venezuela luego del anuncio de los resultados de las elecciones presidenciales de 2024. Mientras llora, cuenta que no hay pruebas de que su hijo haya participado en alguna actividad terrorista. Hoy su hijo se encuentra en casa, mientras afronta un proceso judicial y se recupera de la parálisis facial que le dejaron los golpes y maltratos que sufrió en detención.
La historia de Yanire y su hijo se ha repetido por cientos en las últimas semanas en Venezuela. En respuesta al anuncio de la victoria de Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales, miles de personas se movilizaron en las calles. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS) registró 413 protestas durante el mes de agosto, 14 diarias. Quienes salieron a las calles a ejercer su derecho a protestar fueron tachados de cómplices en una supuesta conspiración terrorista orquestada desde otros países en contra del régimen de Maduro. Esto desató una estrategia de represión que ha sido ampliamente documentada por diversas organizaciones y que ha dejado cerca de 1824 personas detenidas.
En Venezuela y otros países, la lucha contra el terrorismo se ha instrumentalizado para estigmatizar la protesta, crear laberintos de criminalización que no tienen salida y aplicar una fórmula casi mágica de negación de los derechos.
De adolescentes que protestan a terroristas sin derechos
En el contexto postelectoral, se han detenido a más de 150 niños, niñas y adolescentes, de los cuáles 69 aún están privados de libertad. ¿Los cargos? Incitación al odio, obstrucción de la vía pública, destrucción de la propiedad pública-privada y “terrorismo”.
En la mayoría de los casos los hechos son similares. Niños, niñas y adolescentes salieron a protestar frente a elecciones que percibían como injustas. En los que se conocen, además, no hay indicio alguno de que hayan hecho cosas distintas a manifestarse. A Diego y Ray, de 15 y 14 años, unos vecinos los acusaron sin pruebas de haber derribado una estatua en el contexto de las protestas. A pesar del ruego de sus familiares y de múltiples cartas que muestran su buena conducta, fueron llevados de Carúpano a Caracas, aproximadamente 665 kilómetros lejos de su familia.
La experiencia de estos niños, niñas y adolescentes privados de la libertad es la de una permanente y contínua violación de sus derechos y dignidad. Fueron privados de la libertad sin respetar su presunción de inocencia ni otras garantías básicas de debido proceso, como ha señalado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Las condiciones de detención a las que han estado expuestas son inhumanas, en celdas que deben compartir con adultos, sin separación por género y sin ningún tipo de protección. Lauriannys, de 17 años, fue detenida el 14 de agosto. AFP reporta que a la joven “se la llevaron a la (cárcel) municipal y pasó la noche en el pasillo (…) los presos no la dejaron dormir, silbándole y diciéndole obscenidades (…) No paraba de llorar.” También han estado expuestos a múltiples tratos crueles, degradantes e inhumanos. Este es el caso de una jóven embarazada, a la que se le insinuó que la “harían abortar para no tener hijos terroristas”. Fue obligada a realizar ejercicios y ponerse en posiciones incómodas y humillantes. Un niño del espectro autista privado de libertad sigue sin ver a su familia ni recibir atención médica. Estas condiciones de reclusión no son apropiadas ni aceptables para ninguna persona adulta, y lo son menos aún para niños, niñas y adolescentes que tienen una protección especial en el derecho internacional. También violan lo establecido en la Ley de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Lopnna) de Venezuela.
La pesadilla de Yanire y otras familias al ver a sus hijos, hermanos y primos privados de la libertad y en condiciones inhumanas se vuelven aún peores por la sensación de que estos procesos son una sin salida. Al mejor estilo Kafkiano, el sistema judicial está funcionando sin humanidad alguna y cerrando las puertas a una buena defensa. La Comisión Interamericana ha encontrado también que estos niños acusados de “terroristas” no han podido ver a sus familias y no han tenido acceso a abogados de confianza, pues les han asignado abogados del Estado.
¿El “terrorismo” lo justifica todo?
La experiencia de estos jóvenes y sus familias en Venezuela es una historia de criminalización de la protesta que tiene ecos en muchos países tanto democráticos como no democráticos. Esta historia de criminalización de la protesta no es aislada. Hace parte de un uso cada vez más frecuente de la categoría “terrorista” para justificar violaciones a los derechos humanos y que está asociada a la denominada guerra contra el terrorismo.
La comunidad internacional empezó a ocuparse de prevenir y sancionar actos que causaran terror entre la comunidad, como el secuestro de aviones, desde la década de 1970. Sin embargo, a partir de el ataque a las torres gemelas en los Estados Unidos, se ha desatado la que se ha denominado una “guerra contra el terrorismo”. Esta ha incluido la ampliación de las medidas internacionales para prevenir y enfrentarlo, pero también operaciones militares y estrategias diplomáticas. Aunque esta guerra surgió como respuesta a hechos muy dolorosos, la falta de una definición clara sobre lo que es el terrorismo ha generado más problemas que soluciones. Debido a sus contornos difusos y ambigüedades intrínsecas, se usa cada vez más con fines políticos frente a quienes son incómodos, piensan distinto, o a aquellas personas que son catalogadas como enemigas de quienes están en el poder. Una guerra que justifica cada vez más negar todos los derechos.
La categoría “terrorista” es hoy una excusa para estigmatizar y deslegitimar luchas sociales diversas. En Perú, por ejemplo, de tan utilizada, tiene nombre popular: “terruqueo”. Este se usa cuando se califica a los opositores o disidentes políticos de vinculados a organizaciones terroristas. Ser un “terruco” es grave, no porque estas personas sean terroristas, sino porque estigmatiza y aísla a personas tan diversas como a quienes defienden derechos humanos, quienes critican decisiones gubernamentales o quienes se movilizan en las calles. Jo-Marie Burt señala: «El «terruqueo» ha sido utilizado en los 22 años de democracia por la derecha para aniquilar a sus oponentes políticos, para deslegitimar a quienes piensan diferente, hasta para censurar expresiones culturales que cuestionan su hegemonía.» Es decir, este uso político de la categoría terrorista no tiene ideología, pero sí víctimas: quienes protestan, quienes piensan diferente.
El uso de la palabra “terrorista” también criminaliza. Quien entra a los laberintos de la justicia penal por la puerta de los delitos relacionados con terrorismo muy difícilmente encuentra justicia. El caso de estos niños, niñas y adolescentes venezolanos nos permite una ventana a esa sin salida punitiva. Llegan al sistema penal sin que haya pruebas claras en su contra, son expuestos a vejámenes, a la posibilidad casi cierta de ser condenados a penas que consumirán sus vidas y a que, incluso si son declarados inocentes, vivan con uno de los peores estigmas modernos: ser terrorista. Pedro, de 17 años, estaba viendo una protesta pacífica cuando lo detuvieron. Relata estar viviendo con miedo, incluso luego de ser liberado.
Esta guerra contra el terrorismo, deslocalizada y cada vez más presente en nuestras vidas, también nos ha convertido en espectadores de cómo se acaba con un pueblo entero en Palestina sin que la comunidad internacional tome acciones decisivas y de cómo niños y niñas se pierden en los laberintos de una criminalización sin salida.
¿La pesadilla sin fin?
De izquierda a derecha, en Latinoamérica y globalmente, el terrorismo es un término ampliamente utilizado para enmarcar contextos en los que, casi que por defecto, toda vulneración de derechos es justificada. Con esta nueva ola de represión, Venezuela se ha establecido como uno de los múltiples países en los que los gobiernos estigmatizan y criminalizan a quienes protestan. Criminalizar a niños, niñas y adolescentes que ejercen este derecho traspasa una línea que nunca debió cruzarse.
La pesadilla de quienes son injustamente acusados de terroristas es también una pesadilla para los derechos humanos y la democracia. Instrumentalizar la categoría de terrorista como estrategia para acallar al otro niega el derecho a protestar y degrada la democracia pues silencia voces disidentes y excluye a quienes no tienen otras formas de ser escuchados en el debate público. Estigmatizar y criminalizar a quienes protestan como terroristas corroe la democracia. Un país que no puede protestar y que no protege a los niños y niñas no tiene democracia.