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En defensa del populismo

César Rodríguez sostiene que el «fantasma populista» que recorre América Latina puede ser más democrático que el gobierno de los tecnócratas que lo critican.

Con la reelección de Chávez en Venezuela y el palo electoral de Correa en Ecuador, resucitó el coco al que tantos temen: el populismo. Ya salieron los sospechosos de siempre -desde el Wall Street Journal hasta la ortodoxia criolla- a deplorar el ?fantasma populista? que recorre América Latina y hacer anuncios ominosos de los males que nos esperan.

Pero en lugar de repetir como loros el epíteto -¡populistas!-, conviene aprovechar la ocasión para mirar con lupa el concepto y entender por qué, como tituló hace poco una columna el Nobel de Economía Joseph Stiglitz, ?los populistas a veces tienen la razón.? El asunto no es fácil porque en América Latina tildar a alguien de populista es un insulto de alto calibre. Por eso hay que comenzar por entender de dónde viene la mala fama del término y quién la inventó.

La primera sorpresa es que el mal olor del concepto es un tropicalismo latinoamericano. En otras latitudes -en Estados Unidos, por ejemplo-, el término es neutral y tiene un sentido literal. Una política o una propuesta es populista si es popular, esto es, si tiene el apoyo de la opinión mayoritaria. Lo cual, dicho sea de paso, no es tan mala idea en una democracia.

De hecho, por nuestras tierras el término tenía ese sentido hasta hace poco, tanto en el lenguaje coloquial como en el de las ciencias sociales. Y políticos de todo tipo -desde Getulio Vargas en Brasil hasta Perón en Argentina o el peruano Alan García en su otra vida- ganaron fama y Presidencias incorporando a la política las mayorías tradicionalmente excluidas. Mejor dicho: haciendo populismo.

¿En qué momento se jodió el populismo? El término comenzó a trastabillar en la academia para luego irse de bruces en la práctica política. Fueron los economistas ortodoxos, en medio de la calentura de los primeros años del Consenso de Washington, los que le dieron el primer golpe, a comienzos de los 90. Con el famoso libro compilado por Dornbusch y Edwards La macroeconomía del populismo, lo metieron en su camisa de fuerza conceptual y lo definieron como un fenómeno puramente económico.

Populistas pasaron a ser, entonces, los gobiernos que usan la plata como los borrachos: gastan más de lo que tienen, se endeudan (o imprimen billeticos) si se les acaba el efectivo, y les da por pagar las cuentas de los demás con regalos o subsidios. El guayabo es la hiperinflación, y el antídoto, la dolorosa recesión. Al final, todos quedan peor que al comenzar la rumba.

Desprovisto de su dimensión política y presentado como pura ebriedad fiscal, el populismo se volvió el primer cáncer a extirpar en los programas de ajuste estructural practicados por los mismos economistas. Y ahí fue Troya. Porque en adelante, cualquier política social o promesa electoral que buscara redistribuir el ingreso o disminuir la desigualdad se volvió sospechosa de populismo. ¿Subir el gasto social? Populista. ¿Aumentar el impuesto a la renta en lugar del IVA? Doblemente populista. ¿Construir vivienda social? Populismo puro y duro.

De ahí a emparentarlo con el clientelismo hubo sólo un paso. Como por arte de magia, el populismo terminó siendo visto como lo opuesto no sólo al mercado, sino también a la democracia. Mejor dicho, la suma de todos los males.

Pero como los péndulos ideológicos se devuelven y las trampas conceptuales se pagan, el populismo otra vez se puso de moda. Primero en la política, donde los populistas de derecha y de izquierda campean en los gobiernos de la región. Y luego en la academia, donde han salido en defensa del populismo pensadores tan dispares como Stiglitz, de un lado, y el filósofo argentino Ernesto Laclau, del otro.

Laclau echa los cimientos del retorno teórico en su reciente libro La razón populista. Contra el reduccionismo economista, muestra que el populismo es ante todo un fenómeno político, que consiste en abrir espacios a la participación de las mayorías siempre marginadas de la democracia en nuestros países. Incluso si a uno no le gusta el caudillismo de un Chávez o un Kirchner, lo que muestra Laclau es que los gobiernos de uno y otro le han dado juego a sectores de la población que no tenían ni cédula de ciudadanía: los que se rebuscan la vida en las calles, los desempleados crónicos, los habitantes de barrios de invasión.

Como ya veo venir la acusación de chavismo -que en nuestro país es casi lo único que supera al insulto de populismo-, aclaro de una vez que me incluyo entre los le tienen alergia a ese caudillismo que con frecuencia acompaña a los populismos. Y que no siento entusiasmo ni por Chávez (mucho menos cuando se atornilla al poder por tercera vez), ni por el lado personalista y clientelista del peronismo de Kirchner. Pero el punto es otro. El populismo tiene una función de inclusión política masiva que es indispensable en democracias excluyentes como la nuestra. Quién sabe, por ejemplo, si en Colombia nos habríamos ahorrado la guerra que vivimos si no hubieran acabado a bala con el populismo desde Gaitán.

De ahí que el opuesto del populismo no sea la democracia, sino la tecnocracia. A nadie debe sorprender que hayan sido los tecnócratas los que le declararon la guerra a muerte al populismo. Porque éste pone en entredicho la premisa de la que viven: que las decisiones políticas fundamentales deben ser dejadas a los técnicos antes que a las masas.

Pero resulta que, como lo reconoce el tecnócrata Stiglitz, esas decisiones no son simples cálculos matemáticos, sino ante todo juicios de valor sobre quién debe ganar y quién debe perder con una decisión política. Y con mucha frecuencia, en ese juicio, los tecnócratas se equivocan, y las mayorías y los políticos populistas aciertan. Basta ver lo que pasa en las reformas tributarias como la que se acaba de caer en el Congreso. En ellas, como lo dice el mismo Stiglitz, los tecnócratas yerran en técnica y juicio al querer extender el IVA a la canasta familiar, mientras los ciudadanos de a pie y los congresistas preocupados por sus votos están en lo cierto al oponerse.

Antes que asustarse por el retorno del fantasma populista, hay que alegrarse por la expansión de la política. No se trata de volver a las épocas de la rumba fiscal desenfrenada. Pero tampoco de mantener la fiesta de la política sólo para quienes ponen el whisky.

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