Presentamos tres voces líderes en la protección, resguardo y defensa de eso que llamamos hogar. | Dejusticia
En el Día de la Tierra, tres lecciones de arraigo, defensa y resistencia
Por: Daniela Jiménez González | Abril 22, 2021
Oneida Suárez: Volver a lo esencial
Cuando Oneida Suárez era una niña, la vida era todo lo que existía al margen de la quebrada La Colorada. Por su cauce, que nace en la vereda Los Alpes, de Arauca, salían los pescadores del pueblo para traer el alimento y cruzaban los niños por sus puntos estrechos hasta la otra orilla, con sus zapatos mojados, para ir al colegio. Durante algunas noches, la quebrada era huésped intruso y en crecientes intermitentes subía como un manto de fango, se metía a las casas, inundaba los cuartos y sacaba las cosas a la calle. La vida era, entonces, todo lo que había al margen de esa hostilidad natural y cotidiana, el sonido constante de la corriente.
Por eso, casi veinte años después, volvió al recuerdo de su casa en la ribera. Ocurrió en Santander, cuando conoció otro río llamado Cascajales, debilitado por los rastros de la minería de carbón. Esa primera coincidencia fue el inicio de una serie de azares que la llevaron, en menos de una década, a asumir una convicción férrea en contra del fracking y la industria extractiva sin controles. Cada vez que pasaba por la mina, o veía a el río Cascajales diezmándose de a poco, le parecía oír el paso de la quebrada de su infancia.
Tenía diecisiete años cuando dejó Arauca, desplazada por el enfrentamiento armado, para mudarse al Carmen de Chucurí, en Santander. Oneida, hoy con 37 años y maestra de primaria, dice que el Carmen de Chucurí es como la tierra prometida, su segunda patria, ubicada en un punto estratégico de la Provincia de los Yariguíes. Se siembra cacao, cítricos, cebolla mora y otras tantas hortalizas que crecen con facilidad en un clima que usualmente no pasa de 22°. No es difícil andar por entre los caminos o las fincas y toparse con abundantes nacimientos de agua.
Cuando llegó, la mina de carbón de El Carmen de Chucurí ya sumaba al menos una década en operación y, a la par, crecía la incomodidad, el agotamiento de los habitantes y el desgaste de la tierra. Muchos habían vendido sus predios a la empresa minera, ilusionados bajo una idea de bonanza que se estaba yendo al traste. Antes, cuando la mina estaba solo puesta sobre los planos, la llegada de la industria de carbón fue para el Carmen de Chucurí, que no tenía vías pavimentadas, ni escuelas bien dotadas, ni vacantes de empleo, como la promesa renovada de una vida distinta.
Sin embargo, tras esa promesa de renacimiento, vino después el desconcierto, los nacimientos de agua que iban desapareciendo, el olor a gases, los pequeños animales que quedaban atascados en pozos mal sellados. En 2014, tres años antes de que en El Carmen de Chucurí intentaran adelantar una consulta popular para frenar allí la extracción de hidrocarburos, Oneida ingresó a la Alianza Colombia Libre de Fracking.
Fue una de las primeras mujeres del territorio en ponerse de pie en diferentes audiencias para decir que estaban agotados del proyecto minero. Marchó junto a más de 3.000 personas en San Martín para decir, con toda certeza, que no estaban dispuestos a abandonar la tierra, eso que los había hecho felices toda la vida. La alianza, dice Oneida, es como una casa grande que le da techo a varias organizaciones que hoy intentan seguir siendo una resistencia en contra de ese sector extractivo que no está conectado con los habitantes. En 2017, la Registraduría General de la Nación suspendió una consulta popular minera que la comunidad intentó adelantar y para la cual el Ministerio de Hacienda no destinó recursos. En medio esos escenarios hostiles, dice Oneida, es que el liderazgo ambiental cobra más sentido. Incluso cuando eso implica, por ejemplo, poner en peligro la propia vida.
En julio de 2019, precisamente, Oneida tuvo que salir de El Carmen de Chucurí hasta un municipio vecino luego de recibir amenazas. Algunos medios de comunicación titularon: “Amenazan a profesora en Santander por haber liderado una manifestación ambientalista”.
Ahora abona otras formas de amor por la tierra desde el salón de clase, como profesora de niños de tercero. Les enseña a mirar ese lugar en el que viven con atención para valorar su unicidad. Dice que el arraigo por la tierra es como las semillas y por eso no hay niño o niña en su aula que no haya, al menos, cultivado una planta. Por eso, Oneida cree que hablar de transición energética es, necesariamente, volver a lo elemental, al conocimiento heredado de generaciones precedentes.
El año pasado, movida incluso por la inquietud de rescatar esa memoria de sus antepasados, Oneida, como fundadora del proceso social de resistencia a la minería y el extractivismo, construyó una investigación popular en El Carmen de Chucurí junto a 77 personas y otras investigadoras rurales para compilar, en un recetario ilustrado, la medicina tradicional que fue la herencia de sus antepasados. Tardaron nueve meses en compilar más de 50 recetas y el proceso les dejó 13 huertos medicinales. Dibujaron plantas como la Acacia de la India, el Ajenjo, la Albahaca, la Attamisa, la Ampicila y el Anamú. Las mujeres campesinas vieron sus nombres impresos en la cartilla, celebraron el trabajo duro y se supieron, como en revelación, poseedoras de un conocimiento milenario.
“Escribí un texto sobre lo que siento”, dice Oneida, “Es un poema y narra cómo se vive en la tierra, su despertar. El planeta no necesita salvación, hasta podría escupirnos. Él se regenera y se reconstruye. Necesitamos es salvarnos como especie”.
Entonces, Oneida aclara la voz y saca un librito. Lee: “temblaba mi corazón ante tanto derramamiento del cual son testigos algunos grandes cedros. Sigo en la urbe, llena de cemento, construyendo el bosque de mis sueños. Ahora es una miniatura y soy la gigante del cuento. Lo protejo, lo acompaño, para que no lleguen los violentos”.
Oneida termina el poema y añade que a veces pasamos días enteros mirando las pantallas de las computadoras con la misma insistencia, quizás, con la que las abuelas miraban el cielo. Habría que volver a eso: mirar el cielo, para recuperar nuestro sentido de orientación al cultivar los alimentos, al arar la tierra. “Los campesinos somos científicos del territorio que habitamos”, cuenta, “La industria necesita el subsuelo y su riqueza. Es ella la que tiene que hablar nuestro lenguaje. No nos quiten la voz”.
Fanny Kuiro Castro: La Amazonía, en manos de las mujeres guardianas
No hay un pedazo de bosque que en un territorio indígena sea alterado sin conocer, de antemano, las certezas posteriores del cuidado. En cuanto amanece, las mujeres indígenas salen con su hacha, su machete, y van caminando por entre cada árbol, buscando los frutos, observando en dónde hay áreas que deben sembrar de nuevo.
Así lo cuenta Fanny Kuiro Castro, mujer líder indígena del pueblo Uitoto, nacida en La Chorrera, en la pura entraña de la Amazonía colombiana. Hija de un linaje de caciques, hoy es coordinadora de mujer, niñez y juventud de la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana —Opiac—. Dice que, así salga del territorio ancestral, “mi corazón y mi cordón umbilical está conectado con la Amazonía. Yo soy primero Amazonía. Acá, en Bogotá, soy un ave pasajera”. El trabajo principal de las mujeres de los pueblos ancestrales, dice, es ser restauradoras.
Una de sus primeras victorias, recuerda, fue cuando le solicitaron al Gobierno Nacional la constitución del Gran resguardo previo Putumayo en 1988. “Yo estuve en toda esa lucha, todo ese proceso, hasta que por fin lo titularon. En el 2005 logramos ampliar ese mismo resguardo solicitando que nos entregaran las 802 hectáreas”.
No se trató de un asunto menor. El territorio es todo para la vida de las comunidades indígenas, desde el aprendizaje colectivo hasta el agua o la alimentación. Para ello, anualmente, los pueblos indígenas establecen un área de cultivo que se denomina “chagra”, bajo un cuidado minucioso en el que se reforestan los árboles que sean necesarios talar. Las mujeres son líderes, guardianas, conservacionistas y protectoras. Pero no la tienen fácil.
Hasta ahora, dice Fanny, no hay una política de protección real para la Amazonía, “pues ni con los parques o áreas protegidas se respeta”. La postal es desalentadora: Porque a la Amazonía la están desconectando, porque la están incendiando, porque, hace apenas unos días, tuvieron que hacerle duelo a una compañera lideresa que fue asesinada. Porque no paran de intimidarlas. A pesar de su labor ancestral, muy poco han podido hacer las mujeres indígenas para ganarle a las amenazas.
“Los gobiernos de los nueve países que tienen la cuenca amazónica deberían de tener una política real de protección. Son 515 pueblos que habitan la cuenca amazónica y en Colombia somos 64 pueblos indígenas, 64 cosmovisiones, 64 culturas, espiritualidades que resguardan este gran pulmón del mundo”, cuenta Fanny.
Y concluye que son estas mujeres que ni siquiera están en los periódicos, que ni siquiera están en ningún escenario público, las que hay que reconocer como las mayores protectoras del medio ambiente, del territorio y de todo lo florece y da sustento a las comunidades de los territorios indígenas.
Eliana Recalde: Caminar juntos para abarcar el territorio
Hace unos meses, Eliana y otras mujeres de la Guardia Campesina salieron en caminata hasta hallar la planta que les urgía para preparar un remedio. Sabían pocas cosas: que estaba en un punto escondido cercano a un nacimiento de agua y que, quizás, estaba oculta entre un arrume de pinos o entre un potrero. No encontraron ni la planta, ni el nacimiento de agua. El retrato de esos senderos en los que crecieron ha cambiado mucho en los últimos años.
Si se mirara a Sotará desde arriba, como elevando por encima del municipio un helicóptero, resaltarían las lomas peladas en donde antes había ganadería o cultivos de plátano, yuca o café. Ahora hay árboles: monocultivos de pino o eucalipto que son confundidos con un bosque nativo y del que solo quedan los troncos desnudos sobre el suelo cuando extraen la madera. Algunos ríos ya no están, otras aves tampoco y, por eso, caminar por Sotará es hacer un recorrido no solo por lo que tienen, sino también por lo que ha desaparecido.
Eliana Recalde tiene 27 años y creció en Sotará, Cauca, ese municipio cuya cabecera recibe el nombre de Paispamba y que, según ella, significa El país de los vientos. Entre sus montañas, dice, se cuela el clima frío, el tiempo de páramo y las corrientes de aire. En agosto se celebran las fiestas de verano y llegan los turistas a bañarse en la cascada de San Roque. Sus nacimientos de agua surten varios acueductos en El Tambo, Timbío y Popayán.
Las multinacionales de monocultivos de pino y eucalipto, interesadas en la extracción a gran escala de madera, estaban ahí desde mucho antes de que Eliana naciera. Así que ella no puede decir con tanta certeza cómo era todo antes del monocultivo, pero sí asegura que su familia fue siempre integrante de la Guardia Campesina y que allí aprendió todo lo que sabe de defensa territorial.
Hoy es integrante de la Organización para el Desarrollo Urbano y Campesino —Ordeurca— y de la Guardia Campesina de Antón Moreno, que ajusta ocho años haciéndose sitio en cada rincón del municipio. Salen en las noches, bajan hasta la carretera, siguen el trazado de los cultivos, verifican que las fuentes de agua no se estén secando. Es, en esencia, abarcar con la mirada para entender las transformaciones y las posibles amenazas de ese lugar que es su sustento y su casa.
La de Antón Moreno fue la primera guardia campesina del país y hoy está conformada en su mayoría por mujeres. Su origen fue como un aliento para crear otras guardias en otros municipios y, en palabras de Eliana, comenzar a construir una historia común y recuperar una cultura que a veces parece en ciernes de perderse. Dice que ser campesino es el arraigo a la tierra, es sentirse familiar con el campo. Son las enseñanzas de antepasados que instruyeron sobre cómo sembrar y cultivar, cómo incluso mirar a la luna y sus tiempos para entender cuándo la tierra dará frutos.
“Todo este ejercicio es una forma de que nos vean como comunidades campesinas que están organizadas. La Guardia Campesina Antón Moreno es una demostración de que existimos y debemos ser reconocidas”, dice.
Antes de la pandemia, que arribó a Sotará con su fuerza de separación y distanciamiento, la Guardia Campesina hacía reuniones cada 15 días, cada jornada en una casa distinta. Empezaban en las casas más al Sur e iban subiendo, una por una, como creando un mapa. Se reunían para conversar sobre los planes a seguir. Tenían un vivero. Es en espacios como estos en los que también celebran cuando las cartas juegan a su favor.
Una vez, por ejemplo, notaron en uno de sus recorridos que había iniciado la construcción de una trituradora para sacar material de arrastre del río El Salado de la vereda Antón Moreno, en medio de las plantaciones de eucalipto. La Guardia consiguió el ccompañamiento jurídico de otras organizaciones ambientales del Cauca y lograron frenar este proceso. “Fue un logro asegurar la protección del río”, dice Eliana. Sobre todo si se tiene en cuenta que “trabajan con las uñas”, con los pocos recursos que como asociación tienen a mano.
Ahora, tras ajustar cinco años acompañando a la Guardia, Eliana es coordinadora del semillero de jóvenes. “Siempre decimos, que los abuelos ya tienen la sabiduría y tienen el conocimiento de la experiencia. Nosotros los jóvenes tenemos la fuerza”. Entonces, recuerda que la Guardia Campesina es esa gran escuela bajo el sol a la que siguen llegando niños y adolescentes que no les da pena decir que son campesinos, ni ponerse el chaleco verde para caminar juntos por esa tierra que, en sus palabras, es proveedora y hogar para todo lo que está vivo.