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En nombre de la democracia

La doble toma del Palacio de Justicia, con su enorme sufrimiento, nos debería enseñar lo peligroso que es apoyar una defensa sin límites de las instituciones», dice Rodrigo Uprimny.

Por: Rodrigo Uprimny Yepesnoviembre 11, 2005

En 1979, con ocasión del primer Foro de Derechos Humanos en Colombia, Alfonso Reyes Echandía -quien aún no era magistrado de la Corte Suprema- presentó una notable ponencia sobre el abuso del estado de sitio en nuestro país. Concluía que los riesgos de dicho abuso eran que «la democracia puede ser desvirtuada en nombre de la democracia».

Dolorosamente, sus palabras fueron proféticas. La doble toma del Palacio de Justicia sintetiza trágicamente ese riesgo, pues la democracia colombiana prácticamente fue destruida, pero en nombre de la defensa de la democracia.

La primera toma de ese fatídico 6 de noviembre de 1985 fue hecha en nombre de la democracia, pues el ataque del M-19 se llamaba «Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre». Esa agrupación planteaba presentar una «demanda armada» para que la Corte Suprema juzgara al presidente Betancur por el incumplimiento de los acuerdos de paz que el Gobierno y el grupo guerrillero habían firmado en agosto de 1984.

Mucho se podría discutir sobre esa curiosa combinación de legalismo y violencia que nos caracteriza a los colombianos y que se encuentra resumida en la expresión «demanda armada», usada por el M-19 en ese operativo. No parece muy coherente aprisionar violentamente a unos magistrados para presentarles una demanda judicial, que luego deberían analizar imparcialmente mientras están en manos de sus captores.

Pero, más contradictorio aún es que esa toma violenta se haya hecho en nombre de los derechos humanos y de la democracia. Es cierto que el pensamiento democrático admite en situaciones extremas el derecho de rebelión frente a regímenes tiránicos. Pero también es claro que los derechos humanos y la democracia tienen en su corazón una ética de la moderación en el uso de los medios para alcanzar ciertos fines. Y es que así como hay fines que por su perversidad no justifican el uso de ningún medio, existen medios que por su desmesura no pueden ser justificados ni siquiera por los fines más nobles. Por ello, si bien la democracia y los derechos humanos son valores dignos de ser defendidos, existen medios injustificables para su defensa.

Resultaba entonces inaceptable tomar como rehenes a los magistrados y ponerlos en grave peligro para imponer «democráticamente» una «demanda armada».

Pero a la injustificable toma del Palacio por el M-19 respondieron el gobierno y la Fuerza Pública con un operativo igualmente injustificable, pues en ningún momento tomaron las medidas básicas para proteger la vida de los rehenes. Los angustiosos llamados del Presidente de la Corte para que se suspendiera temporalmente el operativo militar para proteger la vida de los rehenes no fueron escuchados por el presidente Betancur. Los principios elementales del derecho internacional humanitario fueron irrespetados abiertamente en esa operación de guerra. Los ataques de la Fuerza Pública fueron desproporcionados y no tomaron las mínimas precauciones para proteger a la población civil.

Todo esto condujo a la muerte de más de un centenar de personas, entre ellos 11 magistrados de la Corte Suprema. Además, numerosas personas se encuentran aún desaparecidas.

No estoy entonces argumentando que el Gobierno debió haber cedido ante la violencia del M-19, sino que la situación no podía ser enfrentada con ese desprecio que se mostró por la vida de los rehenes y la integridad de la cúpula judicial. Otros manejos eran posibles.

La paradoja es que esa violenta contratoma fue hecha también en nombre de la defensa de la democracia. Todos recordamos las palabras del coronel Alfonso Plazas cuando respondió a un periodista que le preguntaba sobre lo que estaba haciendo al atacar con tanques y morteros un edificio lleno de rehenes. Su respuesta fue: «¡Defendiendo la democracia, maestro!» Por su parte, pocos días después, el entonces comandante del Ejército, general Samudio, justificaba esa contratoma como un ejemplo ante el mundo de cómo se debía conducir la lucha contra el terrorismo.

Esta «ejemplar» defensa de la democracia tuvo, empero, gravísimos costos humanos y democráticos. Aún 20 años después, el sufrimiento ocasionado por las muertes y las desapariciones sigue siendo enorme para los familiares y amigos de las víctimas. Pero, además, el holocausto tuvo consecuencias institucionales y sociales muy graves. Los operativos militares dejaron un terrible mensaje: en Colombia la vida de los funcionarios y la rama judicial podían ser sacrificadas en nombre del éxito militar, y eso en forma impune.

Ese desprecio impune por la vida de los rehenes en el centro de Bogotá indudablemente estimuló adicionalmente un desprecio por la vida semejante en todo el país.¿Podemos entonces extrañarnos de que la guerra sucia y la violencia homicida se hayan disparado a partir de esos hechos?

Los hechos del Palacio pusieron además en evidencia que la rama judicial era doblemente vulnerable: mostraron que incluso su cúpula -la Corte Suprema y el Consejo de Estado- estaba prácticamente indefensa frente a ataques violentos de actores ilegales como la guerrilla. Pero también que estaba indefensa frente a las reacciones igualmente violentas del poder ejecutivo y de la Fuerza Pública. Como lo dijera recientemente en la revista Alma Mater de la Universidad de Antioquia el entonces Presidente del Consejo de Estado, Carlos Betancur, el mayor error del M-19 al planear la toma fue su «torpe convicción de que el poder judicial era importante en Colombia y que con esa toma se paralizaría el país».

Si la existencia de un poder judicial independiente es un elemento esencial de la democracia, entonces una primera enseñanza del Palacio de Justicia es que es necesario superar esa doble vulnerabilidad del sistema judicial, protegiendo a los jueces frente a los actores privados pero, así mismo, asegurando su respeto por parte de los otros poderes del Estado. A partir de la Constitución de 1991 ha habido algunos avances en ambos aspectos, pero todavía falta mucho en este aspecto.

El holocausto deja otra dura e importante enseñanza. Muestra que no todo vale en la defensa de la democracia. Para la preservación de los valores democráticos pueden ser tan peligrosos los actos terroristas como la respuesta desmesurada del propio Estado frente a esos actos.

Por ello es también importante que los colombianos esclarezcamos qué fue lo que realmente ocurrió. No sólo los familiares de los muertos y desaparecidos tienen derecho a saber que pasó con sus seres queridos, sino que, además, la sociedad tiene el deber de recordar esas atrocidades, para preservar la memoria de esas víctimas y evitar que hechos de esa naturaleza puedan repetirse. Ojalá la comisión que recientemente fue integrada por la Corte Suprema de Justicia, con personas decentes y serias, pueda ayudarnos, de una vez por todas, a superar las verdades a medias y reconstruir un relato colectivo e integral de lo que sucedió en esos terribles días.

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