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In my school there was a history professor which argued that the Colombian national anthem was the most beautiful in the world after the Marseillaise.

In my school there was a history professor which argued that the Colombian national anthem was the most beautiful in the world after the Marseillaise.

EN MI COLEGIO HABÍA UN PROFEsor de historia que sostenía que el himno nacional de Colombia era el más hermoso del mundo después de La Marsellesa.

Estoy seguro de que a muchos de ustedes les dijeron lo mismo. Más aún, a casi todos los niños latinoamericanos les han dicho eso; al hacer una breve exploración en internet, veo que en cada uno de nuestros países se cree que, después del francés, el himno propio es el más bonito. Hay excepciones, claro: muchos mexicanos invierten el orden y ponen a su país de primero y a Francia de segundo; y los gringos, ¡ha, los gringos!, ellos hacen lo mismo, pero no mencionan al segundo.

Desde luego que todas estas clasificaciones son amañadas y están sesgadas por el sentimiento patriótico. El himno y el escudo son símbolos que la gente adopta de manera incondicional, de tal suerte que la emoción que despiertan no depende de lo que expresan. Los noruegos son unos pacifistas consumados, pero sienten afecto por su escudo que está representado por un león guerrero. Así son los símbolos: en ellos hay una gran distancia entre lo que son (lo que expresan) y el sentimiento que despiertan.

Pero tampoco hay que exagerar, para que un símbolo funcione bien debe haber alguna conexión clara con la realidad. Así por ejemplo, sabemos que en el corazón no está la sede del afecto, pero decimos que sí, que allí está, porque cuando nos enamoramos sentimos algo muy hondo en el pecho, justo en el lugar donde está el corazón. Por eso, porque debe haber una conexión básica entre el símbolo y el sentimiento que éste evoca, es que una paloma representa mejor la idea de la paz que, digamos, una piraña y que la balanza da una mejor idea de la justicia que, digamos, el cuchillo.

El problema con los himnos es que han perdido esa conexión básica que tuvieron algún día con la realidad. Por eso parecen absurdos o ridículos, o ambas cosas. La mayoría de los himnos nacionales fueron escritos a principios del siglo XIX cuando el destino de las naciones se libraba en los campos de batalla. Por eso casi todos son marchas militares y poemas líricos de dudosa textura literaria. La gran mayoría tienen una letra de espanto; empezando por la misma Marsellesa, que habla de “regar la tierra con la sangre impura” de los enemigos. Muchos otros poetas patrios copiaron esta idea francesa de hacer correr la sangre del enemigo: el himno colombiano cuenta que en el Orinoco se ven pasar ríos de sangre y llanto; el himno mexicano hace un llamado a empapar los pendones patrios en la sangre del invasor.

De otra parte, en estas batallas, casi todos los himnos tienen a Dios de su lado: el destino de la patria, según el himno de México, con “el dedo de Dios se escribió” y en los Estados Unidos, la paz, la libertad y el honor, son dones que Dios le entrega al pueblo de esa nación.

Pero los himnos no sólo son anacrónicos y deslucidos sino que el sentimiento de superioridad nacional que despiertan ha perdido prestigio en las últimas décadas. Las filtraciones de Wikileaks son el último episodio de la ya larga historia del desvanecimiento de las glorias de los Estados nacionales (muchas de las cuales, para ser justos, fueron merecidas). Es por eso que la dosis de capricho que alienta al patriotismo es hoy más evidente que nunca. Nadie lo ha dicho mejor que Bernard Shaw: “El patriotismo es esa convicción de que el país de uno es superior a los demás por el simple hecho de haber nacido en él”.

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