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Colombian “pigmentocracy”

Does skin color matter? Does having white skin bring advantages while being black reduce them? These are the questions being solved in a research led by Edward Telles at Princeton University.

El estudio –codirigido en Colombia por Fernando Urrea, el reconocido sociólogo de la Universidad del Valle— tiene un nombre sugestivo: PERLA (Project on Ethnicity and Race in Latin America). Y perlas es lo que va encontrando. Por ejemplo, una publicación reciente de Telles y Steele muestra que el tono de la piel está asociado en casi todos los países de la región con las oportunidades educativas, medidas en número de años de estudio. En otras palabras, como dicen los autores, las sociedades latinoamericanas son “pigmentocracias”, en las que el color (junto con la clase social, el género y otros factores) afecta las oportunidades que uno tenga en la vida.

Como los datos son nuevos y el tema es sensible, conviene ir por partes. Para comenzar, ¿cómo se mide el tono de la piel? Hasta ahora, los censos y las encuestas le han dejado la decisión al entrevistado, quien se autorreconoce como blanco, mestizo, indígena o afrodescendiente. Aunque útil para algunos fines, esta medida pierde de vista que la discriminación depende no tanto de cómo se ve quien la sufre, sino de cómo lo ven los demás. Por eso, el tono de la piel de los cerca de 40.000 latinoamericanos encuestados por PERLA y el Barómetro de las Américas fue clasificado por entrevistadores profesionales, con base en una paleta de 11 colores.

¿Qué tanto pesa el color en Colombia y en los países vecinos? Por ahora, el proyecto ha mostrado que incide en un tema fundamental: la educación. El estudio de Telles y Steele indica que Colombia es más pigmentocrática que países donde se habla más de discriminación, como Perú, Brasil o Ecuador. En efecto, la diferencia promedio en años de estudio entre colombianos de piel clara y aquellos de piel morena u oscura es 2,2. La brecha es más ancha sólo en Bolivia y Guatemala, las dos mayores pigmentocracias latinoamericanas.

Se podría pensar que, en realidad, la diferencia es de clase. Es decir, que un indígena, un mulato o un afrocolombiano promedio tiene menos años de estudio porque viene de una familia pobre, no porque tenga la piel oscura. O porque es más factible que viva en una zona rural, o que sea joven. Todos estos factores, en efecto, resultaron significativos en el análisis estadístico de PERLA. La clase social tiene el impacto más grande, pero no elimina el del color de piel, que implica una desventaja específica y es significativa estadísticamente. De hecho, a nivel latinoamericano, el rezago educativo de quien es “morenito” es cercano al que sufre quien vive en el campo, y casi el doble del que padece una mujer. En la práctica, las desventajas se combinan y se agravan mutuamente, como lo muestra la marginación extrema de las mujeres afro o indígenas de zonas rurales.

¿Qué conclusiones se siguen? La primera es que, lamentablemente, el color sí importa, y no sólo para las oportunidades educativas. Un análisis hecho por Telles, Urrea y Flores sugiere que también incide en el nivel de ingresos, tanto en Colombia como en otros países.

La segunda conclusión es que se necesitan políticas públicas que conviertan las pigmentocracias en democracias. En este sentido está avanzando la oportuna Misión de Movilidad Social y Equidad convocada por Planeación Nacional. Como lo han propuesto Juan Camilo Cárdenas, Hugo Ñopo y Jorge Castañeda en su estudio para la Misión, medidas como el fortalecimiento decidido del sistema educativo en departamentos con alta población afro e indígena, y programas de acción afirmativa bien diseñados, serían pasos en esa dirección.

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