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For the future not to be as Charlie Brooker paints it in Black Mirror, the popular Netflix series on surveillance and new technologies, we need that intelligence agencies around the world are held accountable and that Google and the Gods of the Internet are subject to some jurisdiction. Even if this is not easy.

For the future not to be as Charlie Brooker paints it in Black Mirror, the popular Netflix series on surveillance and new technologies, we need that intelligence agencies around the world are held accountable and that Google and the Gods of the Internet are subject to some jurisdiction. Even if this is not easy.

Charlie Brooker, the creator of Black Mirror, created the name of this Netflix series after the black screens of televisions, computers, Ipads and cell phones: when they are not in use, they reflect the face of whoever is using the technology. The black mirror, I think, alludes to the way in which the technology behind uses us. Brooker does not want to reassure us that things are okay. On the contrary, he wants us to feel uncomfortable and worry, especially in light of two complications that the digital age generates: insecurity and discrimination.

 

Lo importante sucede sobre todo detrás del espejo oscuro. Los datos, que son el rastro que deja el usuario, se recogen detrás de la pantalla negra y forman ese otro yo que está en una nube esperando ser analizado y explotado. Así como los cuartos de detención en las películas donde no se ve lo que pasa afuera, pero los detenidos sí son escudriñados para analizar sus comportamientos y saber si son responsables de un crimen.

¿Qué seguridad puede tener nuestra intimidad e información privada recolectada por el espejo negro? Los operadores de telecomunicaciones dicen que está segura porque ellos no entregan la información sino bajo solicitud expresa del Gobierno y en cumplimiento de la ley. Pero la ley, al menos en Colombia, les exige entregar a los organismos de inteligencia, sin necesidad de autorización judicial, cualquier información que contribuya a localizar a sus abonados. Así que seguros, seguros, no estamos. Tampoco lo están, por ejemplo, opositores políticos y activistas mejicanos a quienes los acaba de atacar un malware de espionaje que solo puede comprar el Gobierno.

Por otra parte, la discriminación que se deriva de la tecnología es imperceptible. Brooker nos lo recuerda a través de un episodio en el que el celular evalúa la popularidad de una persona en las redes sociales (de cero a cinco estrellas como cuando uno califica a su taxista y al mismo tiempo su taxista lo califica a uno). La evaluación es importante porque el puntaje que cada uno tenga permite conseguir trabajo, crédito y ser aceptado. Y no creamos que Black Mirror es la dimensión desconocida porque esto ya sucede con Alibabá, que es la plataforma china en la que el historial de compras de cada usuario predice el comportamiento crediticio. Así que si en el vecindario tienes una discusión o piensas diferente, vas perdiendo puntos y con ello la posibilidad de aceptación virtual y real. Los puntos son entonces discriminatorios porque se basan en prejuicios y criterios arbitrarios o incluso en circunstancias temporales o que nada tienen que ver con el talento o el mérito.

Además de la encriptación o el uso de un explorador como TOR que no deja huella de datos personales, una buena cura para luchar contra la poca seguridad y la discriminación es la transparencia que debe acompañar al espejo negro. Si sabemos cómo funciona el algoritmo de Google o Alibabá o qué tipo de información están pidiendo los organismos de inteligencia, podremos al menos cuestionarlos. Pero esto no es fácil. La inteligencia, en Colombia y en muchas partes, no rinde cuentas y Google y los dioses de internet no quieren responder ante ninguna jurisdicción. Por eso Brooker siempre termina Black Mirror con una nota devastadora, porque en esta distopía de sociedad inmersa en la tecnología, cada día que pasa perdemos más el control y se lo cedemos a quién mañana lo podrá usar en nuestra contra.

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