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There are high risks with minimal concerns, like when you fall in the bathroom, and low risks with high concerns, like a terrorist attack. In Colombia there is a very high danger accompanied by a minimal concern: every year, accidents on public roads take the lives of 5,000 bystanders.

There are high risks with minimal concerns, like when you fall in the bathroom, and low risks with high concerns, like a terrorist attack. In Colombia there is a very high danger accompanied by a minimal concern: every year, accidents on public roads take the lives of 5,000 bystanders.

Humans have difficulty when assessing danger. After the attacks in London and Paris this week, plus those in the last year, many are beginning to say that life in Europe is becoming impossible and that going out is like facing a life or death adventure. But that’s not true. The risk of dying in a terrorist attack is negligible; much smaller than, for example, that of dying in the shower because of a slip. In the United States, the risk of dying from drug use is one in 96, in a car accident is one in 114, and by firing a firearm is approximately one in 300. Instead, the probability of dying in an air crash is only one in 9,000; in a storm, one in 66,000, and in a flood, one in 500,000. The media (and each one of us) is greatly alarmed by these last three things, which rarely occur, and little by the first three, which occur with some frequency. There must be something in our genetics, something crucial for the survival of the first humans, that makes us turn on the alarms when people die in a group, in a violent and visible fashion.

 

Nuestra capacidad para alarmarnos no es directamente proporcional al tamaño del peligro que enfrentamos. Hay riesgos altos con preocupaciones mínimas, como la caída en el baño, y riesgos bajos con preocupaciones altas, como el atentado terrorista.

En Colombia hay un peligro altísimo acompañado de una preocupación mínima. Me refiero a los accidentes de motos, de peatones y de ciclistas, es decir de los transeúntes más vulnerables de las vías públicas. Cada año mueren más de 5.000 personas de este tipo. En Medellín, por ejemplo, ellos son el 95 % de los muertos en las vías públicas (el 48 %, peatones, el 43 % van en moto y el 4 %, en bicicleta). No tengo los datos exactos, pero creo que para un peatón cotidiano el riesgo de morir en la calle atropellado por una moto debe estar cercano a uno en 100 y el de morir en moto a uno en 90. Pero esa probabilidad se debe duplicar o triplicar en ciudades de tierra caliente en donde las motos acabaron con el transporte público y dominan completamente el espacio urbano.

No creo que exista un ámbito social diferente al tránsito en donde se puedan salvar tantas vidas con una política pública que combine cultura ciudadana, cambios en la infraestructura y control policial. Pero para ello hay que empezar por ver la tragedia (cada día mueren ocho personas en las vías públicas, casi todos motociclistas y peatones), por sintonizar la alarma con el peligro.

Los únicos que ven esto con claridad son las víctimas. Yo soy una de ellas. Mi padre (muchos de mis lectores lo saben) murió atropellado por una moto en Medellín el año pasado. Cuando estaba vivo yo pensaba que el mayor riesgo para él era el de manejar carro. Por eso me alegré cuando cumplió 88 y, por motivos de edad, no le renovaron el pase. Sin embargo, cuando murió me di cuenta, viendo las estadísticas, de que era muchísimo más peligroso que mi papá caminara por la calle (si hubiese tenido pase probablemente estaría vivo).

Lo que yo quiero con esta columna (y con otras que voy a escribir sobre este tema de aquí en adelante) es ayudar a que la gente vea la magnitud de esta tragedia antes de que se convierta en víctima, como me ocurrió a mí. Sólo así, cuando la sociedad se alarme, los alcaldes y las autoridades de tránsito, que por lo general ven pasar de manera indolente esta tragedia, van a empezar a hacer algo.

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