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The end of war, as war itself, has paradoxical effects on nature. The most well-known impacts are the destructive ones: the poisoning of rivers through illegal mining that has financed guerrillas and paramilitaries alike; the contamination of soil due to the bombing of oil pipelines by the ELN, the rents imposed by FARC for coca crops in national parks, the forever dried-up wetlands by paramilities who cultivated palm. 

The end of war, as war itself, has paradoxical effects on nature. The most well-known impacts are the destructive ones: the poisoning of rivers through illegal mining that has financed guerrillas and paramilitaries alike; the contamination of soil due to the bombing of oil pipelines by the ELN, the rents imposed by FARC for coca crops in national parks, the forever dried-up wetlands by paramilities who cultivated palm. 

Lo que se sabe menos es que, en algunas zonas, el conflicto terminó siendo un inesperado conservador del ambiente. Tuvo mucho que ver con la preservación de la Amazonía colombiana, inaccesible de este lado por la violencia, pero abierta en Brasil a la deforestación voraz y en Perú a las carreteras y la depredación que acompañan la economía petrolera. Y desde hace tiempo las Farc prohibieron la tala y la caza indiscriminadas en departamentos como Caquetá, a la manera de guardabosques autoritarios en los territorios que controlaban.

Levantadas las fronteras de la guerra, se levantan también las del daño ambiental. Hablando con dirigentes del Guaviare, queda claro que ni bien salieron las Farc, entraron las bacrim tumbando selva y cercando nuevos lotes ganaderos y de engorde. Líderes sociales de Chocó nos cuentan lo mismo, aliviados con el acuerdo de paz pero inquietos con el súbito despliegue de los paramilitares y el Eln hacia las zonas auríferas y madereras.

De modo que hay que actuar rápidamente para hacer coincidir la paz territorial con la paz ambiental. La solución ya fue inventada en países como Mozambique, donde antiguos combatientes y víctimas fueron contratados por el Estado para trabajar juntos en programas de conservación de ecosistemas vulnerables. El acuerdo colombiano contempla algo similar cuando dice que “la participación en programas y proyectos de protección ambiental y desminado humanitario merecerá especial atención” en los procesos de reinserción de antiguos guerrilleros, que comenzará en forma en seis meses, cuando salgan, desarmados, de las zonas veredales.

Seis meses para dictar normas, diseñar programas y conseguir financiación para vincular a exguerrilleros y campesinos como guardianes de zonas de protección ambiental que conocen como nadie, y para capacitar a los interesados en gestión de servicios ambientales como los que prestan los proyectos de reforestación y ecoturismo. Después, en el tribunal especial para la paz, los jueces deberían contemplar la restauración de ecosistemas como forma de reparación debida por los actores del conflicto que los arruinaron.

La naturaleza es la misma para las víctimas y los combatientes de todos los lados. El futuro del ambiente es una preocupación común en medio de las divisiones de la guerra. Como en otros países, la paz ambiental puede ser, en últimas, otra forma de reconciliación.

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