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In Colombia, hate seems to add more than in other latitudes. If anything has determined Colombian politics in recent years, it is the visceral hatred that President Uribe exercises day after day against President Santos.

In Colombia, hate seems to add more than in other latitudes. If anything has determined Colombian politics in recent years, it is the visceral hatred that President Uribe exercises day after day against President Santos.

Political debate, it is assumed, is motivated by ideas. Everyone from their ideological niche (left, right, tradition, etc.) thinks, argues and votes. But that elementary rule does not work so well in Colombia. Here there seems to be something deeper and more personal that explains the fate of the debates and, with them, the institutions themselves. That deep impulse is hatred; That “the hate flickering in your eye”, as defined by the African poet Mbuyiseni Mtshali.

 

No digo que esto ocurra con todos los contradictores del debate político (hay muchas excepciones), ni tampoco que en otras partes no suceda lo mismo (ahí está la elección de Trump). Lo que digo es que aquí el rencor parece sumar más que en otras latitudes. Si algo ha determinado la política colombiana en los últimos años es ese odio visceral que el expresidente Uribe (“odio del suroeste antioqueño”, como me dijo alguna vez un historiador) ejerce día a día contra el presidente Santos.

Pero esta enemistad no es inusual en la historia nacional. El imperio del rencor empezó mucho antes, en la Colonia, con las peleas entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro; con las contiendas en la Real Audiencia entre el virrey y el arzobispo; con los rencores de todas las comunidades religiosas contra los jesuitas; con el aborrecimiento de los habitantes de Tunja contra los santafereños; y con muchos otros odios recónditos que no cito aquí por falta de espacio. De la Colonia pasamos a la República, con nuevas normas, nuevos ideales y nuevos propósitos, pero nada de eso impidió que la enemistad siguiera haciendo de las suyas. En el siglo XIX, Mariano Ospina Rodríguez y Tomás Cipriano de Mosquera se fueron a la guerra para tramitar sus aborrecimientos recíprocos; luego vino el rencor católico de Miguel Antonio Caro contra todo y contra todos, y la riña entre los llamados nacionalistas y los históricos, y más tarde llegó Laureano Gómez para detestar a Alfonso López Pumarejo, y después apareció López Michelsen para odiar a Pastrana… y en esas seguimos.

No estoy hablando de la simple antipatía entre opositores del debate político, lo cual es algo inevitable y tal vez sano, sino de algo más profundo, más fundamental: un sentimiento que quiere acabar con el contradictor, más que con sus ideas.

Lo más impresionante es que el odio parece prosperar más entre personas ideológicamente cercanas. Cuando yo estaba en la universidad recuerdo esa rabia enconada del cardenal López Trujillo contra los clérigos que trabajaban en los barrios pobres de Medellín. Pero tal vez el mejor ejemplo es el de Santos y Uribe, dos copartidarios que con su odio han construido casi una guerra santa en la que tienen enlistado al resto del país. Hay una frase de Stefan Zweig que retrata bien el destino de estos dos personajes: “muchos años de enemistad descarnada atan más a los hombres, y de manera más misteriosa, que una amistad mediocre”.

Del otro lado del espectro político es bien conocida la acrimonia de las peleas al interior de la izquierda, en donde una nociva mezcla de envidias y dogmatismo ha sido capaz de atomizar todo un pueblo en sectas minúsculas e irrelevantes que se odiaban más de lo que se diferenciaban. Ese mismo espíritu se reproduce, con frecuencia, entre profesores universitarios que, en nombre del amor y de la solidaridad, se odian profundamente.

Tal vez tenemos un sistema político en donde no impera tanto el poder del pueblo (democracia), ni tampoco el poder de una élite (aristocracia), ni el de un déspota (tiranía), tal vez ni siquiera el de los ricos (plutocracia), sino el poder del odio; algo así como una odiocracia.

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