It was to be expected
María Paula Ángel September 29, 2017
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What is happening today in Colombia’s Judicial Branch was to be expected. It is a worrying trend in a country that requires more than ever a strong and reliable administration of justice for peace.
What is happening today in Colombia’s Judicial Branch was to be expected. It is a worrying trend in a country that requires more than ever a strong and reliable administration of justice for peace.
In the corridor conversations of public entities and organizations that have worked closely with the Judicial Branch, one often hears “we saw this coming”, “this was known for a long time” or “this is just the tip of the iceberg” to refer to the most recent corruption scandal in the Judicial Branch.
Sin embargo, a partir de un análisis desapasionado del tema, que no parte del conocimiento de los intríngulis de nuestra Justicia sino de conceptos puramente teóricos, también se puede afirmar que lo que sucede hoy en la Rama Judicial de Colombia era de esperarse. Afirmación que, reconozco, resulta preocupante en un país que hoy más que nunca requiere de una administración de justicia fortalecida y confiable para construir condiciones para la paz.
En un estudio sobre corrupción publicado hace poco por Fedesarrollo y adelantando por Dejusticia, concluimos que en Colombia hay dos clases de condiciones que favorecen y facilitan la corrupción. Por un lado están las condiciones sociopolíticas y culturales de un Estado con debilidad institucional como el nuestro. A partir de estudios previos adelantados por Francisco Thoumi y por Mauricio García Villegas, sostuvimos que en Colombia la debilidad del Estado ha dado paso a fenómenos como el clientelismo y el narcotráfico, que han terminado implantando en los colombianos aquello que Mauricio García ha denominado la cultura del incumplimiento de reglas.
Por otro lado, contamos con ciertas condiciones institucionales que facilitan la reproducción de la corrupción. Para describir estas condiciones recurrimos a la idea inicialmente planteada por Robert Klitgaard, quien considera que la corrupción florece cuando alguien tiene poder de monopolio sobre una determinada decisión (M), tiene discrecionalidad para decidir (D), y en donde la rendición de cuentas y la transparencia (accountability) (A) son débiles. A estas condiciones, que Klitgaard resume en la fórmula C=M+D-A, nosotros agregamos la existencia de una baja probabilidad de detección y/o penalización de las conductas corruptas (S= sanción), resultando finalmente con la siguiente ecuación: C=M+D-A-S.
Si utilizamos este conjunto de condiciones para evaluar las probabilidades de corrupción dentro de la Rama Judicial de Colombia, podremos ver un panorama bastante diciente. Al igual que los demás colombianos, los funcionarios que componen la Rama Judicial han crecido en contacto con una cultura en la que se le resta valor a las reglas jurídicas, y se le dá mayor importancia a las reglas sociales del intercambio de favores, la fuerza de las lealtades y las obligaciones recíprocas. En consecuencia, aunque se espera que en el ejercicio de sus cargos los jueces y magistrados respondan al espíritu del servicio público—y muchos así lo hacen—, lo que se ha visto aflorar en algunos despachos de la Rama Judicial es una cultura propia de personajes ambiciosos que se saltan las reglas de juego para conseguir lo que se proponen.
Pero esa no es la única condición que ha favorecido a la corrupción en las Altas Cortes colombianas. Si aplicamos la fórmula de las condiciones institucionales más arriba descrita nos daremos cuenta de que las condiciones de monopolio (M) y discrecionalidad (D) también están presentes en la Rama Judicial, y que incluso la segunda resulta connatural a la función judicial. En cuanto al monopolio, si bien es cierto que la función pública de administrar justicia es ejercida por múltiples actores más allá de la Rama Judicial (como determinadas autoridades administrativas y particulares investidos transitoriamente de esa función), existen ciertas funciones que por madato constitucional son exclusivamente ejercidas por una de las Altas Cortes, como la de juzgar a los Gobernadores o la de investigar y juzgar a los miembros del Congreso.
Por su parte, es claro que la labor de interpretación que realiza el juez requiere de la discrecionalidad, pues es ésta la que le permite, dentro de los márgenes de la ley, tomar una u otra decisión cuando un determinado caso límite no tiene una solución concreta y única en la ley.En lo que respecta a la transparencia y rendición de cuentas (accountability) (A), dentro de la Rama Judical contamos con algunas corporaciones que a pesar de ser sujetos obligados de la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, no se asumen como tales. Por eso, presentan subreportes e inconsistencias en la información de gestión de algunos despachos; ausencia casi absoluta de hojas de vida de los magistrados publicadas en el Sistema de Información y Gestión del Empleo Público (SIGEP); y, respuestas a derechos de petición que se escudan en el derecho a la intimidad para no entregar información sobre los funcionarios judiciales, desconociendo que este derecho admite las limitaciones propias que impone la condición de servidor público.
Además, tenemos varios jueces y magistrados que ven la rendición de cuentas como un informe de estadísticas sobre causas ingresadas, resueltas y pendientes o como un acto protocolario celebrado al final del año, y no como una acción constante, del día a día, para dar cuenta de lo que se hace, de cómo se hace y de cuáles son las calidades de quien lo hace.
Y ni qué decir de la baja probabilidad de detección y/o penalización de las conductas corruptas (S) en la Rama Judicial. El fuero del que gozan los magistrados de las Altas Cortes, inicialmente planteado como una garantía para que estos funcionarios cumplan sus funciones sin presiones indebidas, y el hecho de que sus casos deban ir a la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, hacen que la probabilidad de detección y penalización de sus conductas corruptas disminuya de manera dramática. Tanto así, que se ha vuelto común el uso de la expresión “Comisión de Absoluciones” para referirse a tan inoperante comisión.
Entonces, en el caso concreto de la Rama Judicial nos encontramos ante un conjunto de condiciones culturales e institucionales que aunque no son siempre el común denominador, hacían esperable la corrupción judicial que hoy vivimos. Si bien algunas de esas condiciones son difíciles de cambiar en el corto plazo (como es el caso de la cultura del incumplimiento de reglas), y otras son connaturales a la función judicial (como lo es la discrecionalidad de los jueces), existen condiciones que desde hace varios años estamos en deuda de intervenir. Por eso, es hora de que la Rama Judicial se tome en serio las obligaciones de transparencia que le impone la Ley 1712 de 2014 y de que el Congreso de la República estudie las diferentes opciones que se han propuesto para reformar cuanto antes la Comisión de Acusaciones y el fuero de los magistrados. Pero además, es momento de que la sociedad civil se dé cuenta del impacto que el accountability social (por medio de estatégias legales, movilizacionales y mediáticas) y la sanción social pueden tener sobre los elementos A y S de esta ecuación de la corrupción. De lo contrario, los corruptos seguirán encontrando las condiciones propicias para reproducirse en el sistema de justicia permanente del posconflicto.