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OF THE MANY terrible images that have circulated on the accumulation of disasters that occurred this week in Japan, there is one that draws my attention: a video shot inside a supermarket during the earthquake, in which employees are seen holding shelves that swing from side to side, ready to collapse and from which bottles, tins, and all sorts of products fall, amid a deafening noise and a shaky floor in which they can hardly balance. How is it possible that these employees do not go running? That they stay calm? That they don’t even shout?

OF THE MANY terrible images that have circulated on the accumulation of disasters that occurred this week in Japan, there is one that draws my attention: a video shot inside a supermarket during the earthquake, in which employees are seen holding shelves that swing from side to side, ready to collapse and from which bottles, tins, and all sorts of products fall, amid a deafening noise and a shaky floor in which they can hardly balance. How is it possible that these employees do not go running? That they stay calm? That they don’t even shout?

DE LAS MUCHAS IMÁGENES TERRIbles que han circulado sobre la acumulación de catástrofes que ocurrieron esta semana en Japón, hay una que me llama particularmente la atención: un video filmado en el interior de un supermercado, durante el terremoto, en el que se ve a los empleados sosteniendo unos estantes que se balancean de un lado para otro, a punto de desplomarse y de los cuales caen botellas, conservas y toda clase de productos, en medio de un ruido ensordecedor y de un piso vacilante en el que difícilmente pueden mantener el equilibrio. ¿Cómo es posible que esos empleados no salgan corriendo?; ¿que ni siquiera pierdan la calma?; ¿que no griten?

Hay otras escenas similares en las que se observa esta misma disciplina estoica frente a la tragedia. Pero quizá la prueba máxima de la capacidad japonesa para abandonar el interés personal en beneficio de la colectividad es el sacrificio heroico del centenar de trabajadores que están intentando enfriar, a costa de sus propias vidas, el reactor nuclear de Fukushima.

Ningún otro pueblo guarda semejante compostura frente a la tragedia. Todos recordamos las escenas de caos y pillaje ocurridas luego del terremoto que destruyó la ciudad de Puerto Príncipe, en Haití. También recordamos cómo el museo de El Cairo fue asaltado y algunas de sus piezas más valiosas destruidas o robadas durante las manifestaciones que derrocaron a Mubarak, en Egipto. El caos en la tragedia no es patrimonio del Tercer Mundo: en Nueva Orleans, después de lo ocurrido con el huracán ‘Katrina’, la anarquía y el caos se apoderaron de la ciudad; algo similar sucedió en Christchurch, Nueva Zelanda, durante el terremoto de septiembre de 2010 y también en Nueva York en el apagón ocurrido en 1977.

El estoicismo y la disciplina social de los nipones han sido moldeados a través de muchos siglos y pueden sintetizarse en la palabra japonesa “gaman”, término de origen budista que traduce algo así como calma, dominio de sí mismo y perseverancia frente a la adversidad. Esta actitud, que se imparte a los niños desde la escuela primaria es un elemento clave del pegamento que mantiene unida a la sociedad de Japón.

En momentos de tragedia, los occidentales admiramos estas virtudes japonesas, pero en tiempos de normalidad nos parecen anacrónicas. Semejante disciplina y fidelidad al grupo social nos resultan un atentado contra la libertad, una amenaza para los derechos individuales y un obstáculo contra la creatividad y la disidencia. Por eso, cuando vemos el elevado número de suicidios que ocurren en Japón, quedamos convencidos de que nos tocó vivir en el modelo de sociedad que tocaba.

Está bien que no queramos ser como los japoneses, al menos en tiempos normales; sin embargo, esto no debería llevarnos a ocultar los males que el egoísmo occidental trae en nuestras sociedades, sobre todo en Colombia, en donde todavía prevalece un tipo de individualismo indómito que ni siquiera tiene los visos de civilidad y respeto por lo público que adquiere en la mayoría de las naciones occidentales modernas.

Esto me recuerda la conocida respuesta del profesor japonés Yu Takeuchi cuando le preguntaron por la diferencia entre los japoneses y los colombianos: “Pues mire —respondió el profesor, con esa cortesía engañosa que tienen los académicos viejos—, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”.

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