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Every year I write a similar Op-Ed about the deplorable situation lived by the Universidad Nacional de Colombia. Here is my take on the issue this year.

Every year I write a similar Op-Ed about the deplorable situation lived by the Universidad Nacional de Colombia. Here is my take on the issue this year.

Cada año escribo una columna parecida sobre la situación lamentable que vive la Universidad Nacional. Aquí va la de este año.

En la Universidad hay dos problemas muy graves que se suman y hasta se multiplican. El primero es la falta de recursos y la indolencia del Gobierno Nacional ante al deterioro de las condiciones mínimas para estudiar, enseñar e investigar. El segundo es el atolladero en el que se encuentra el debate político sobre el modelo de universidad pública que se quiere adoptar en Colombia. Ambos problemas están conectados por una especie de círculo vicioso de cuatro pasos: 1) la falta de apoyo del Gobierno Nacional crea frustración y desengaño dentro del campus universitario, 2) esa falta de apoyo alimenta las acciones de grupos más radicales que promueven paros, bloqueos y tropeles; 3) el uso de la violencia y sobre todo de los bloqueos, perjudica el curso de la vida académica y degrada la imagen de la universidad ante la opinión pública y 4) el deterioro de esa imagen sustenta, políticamente, la actitud gubernamental de no hacer nada por la Universidad.
Una salida posible de este atasco es acabar con los bloqueos, los paros y el uso de la fuerza. En los últimos años se ha ido imponiendo la costumbre de que cualquier grupo de estudiantes o de trabajadores tienen derecho a bloquear los edificios cuando estima que sus reclamos no han sido atendidos. En marzo pasado la sede de Bogotá estuvo cerrada durante casi un mes por un grupo de trabajadores y en las últimas dos semanas el campus ha sido evacuado tres veces para evitar disturbios.

No estoy cuestionando las razones que invocan quienes bloquean. Ellas pueden ser, en la mayoría de los casos, justas. Lo que pongo en duda es el procedimiento que utilizan para defender esas razones, es decir, el taponamiento de los edificios. Lo que logran con eso es despolitizar el campus (la gran mayoría de la gente se va y no participa en el debate), perturbar el desarrollo de las actividades académicas y marginalizar social y políticamente la Universidad.

Quienes bloquean ya no se preocupan por representar a las mayorías; ni siquiera se ven obligados a organizar, como ocurría antes, una manifestación o a llenar la Plaza Che. Y no lo hacen porque están convencidos de que representan la voluntad general; una voluntad que, según ellos, es clara, única e indiscutible. Con ese diagnóstico (tan propio del “estado de opinión” uribista como del chavismo más recalcitrante) desconocen el hecho de que en el campus universitario (como en la sociedad) hay muchas posiciones distintas, con intereses y visiones encontradas, y que la única manera como se pueden resolver los conflictos entre ellas es por medio de la adopción de una regla de juego que permita el debate, excluya el uso de la violencia y acepte la prevalencia de la mayoría, sin violar los derechos de las minorías.

Pero el bloqueo no sólo me parece éticamente inaceptable, sino políticamente contraproducente (y hasta peligroso; miren este video: http://bit.ly/11eJ8WH; no me quiero imaginar el día en que grupos de extrema derecha decidan hacer lo mismo). Quienes bloquean no tienen en cuenta la estrategia de los enemigos de la universidad pública, la cual consiste en esperar pacientemente hasta que la degradación de la institución llegue a tal punto que sus argumentos se conviertan en una alternativa aceptable para la opinión pública. Lo ocurrido con instituciones estatales como el Seguro Social y Adpostal son ejemplos de lo que puede suceder con la universidad.

Por eso, paradójicamente, el uso de la fuerza resulta trágicamente funcional a los propósitos solapados de quienes quieren acabar con la universidad pública.

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