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In a previous column about the Catholic Church’s campaigns against abortion, gay marriage, euthanasia and divorce, I said that it seemed as though Catholics today were listening to Martin Luther, 500 years too late.

In a previous column about the Catholic Church’s campaigns against abortion, gay marriage, euthanasia and divorce, I said that it seemed as though Catholics today were listening to Martin Luther, 500 years too late.

Según Lutero, el cristiano debe reducir la experiencia religiosa a Dios, a la fe y a las escrituras, sin papas ni obispos de por medio. En el siglo XVI esa opinión produjo la ira de Roma, las guerras de religión y el cisma protestante. Hoy, en cambio, pareciera como si los católicos, sin el enojo de antes, hubiesen dejado de creer en el Vaticano.
Ahora puedo reafirmar lo que dije en esa columna, pero esta vez apoyado en los datos de una encuesta publicada la semana pasada por Univisión, en la que se recoge la opinión de 12.000 católicos en cinco continentes del mundo.
Estos son algunos de esos datos: el 68% cree que el aborto debe permitirse al menos en algunos casos extremos, el 78% está de acuerdo con el uso de anticonceptivos, el 58% estima que divorciarse y volverse a casar no es pecado y el 50% piensa que los sacerdotes se deberían poder casar. Hay un tema, sin embargo, en el que los católicos siguen siendo relativamente conservadores y es en relación con el matrimonio gay: sólo el 30% está a favor. Pero los datos son todavía más impresionantes si se excluye del conteo a África (Uganda y el Congo). En el caso del aborto, por ejemplo, sólo el 10% de los europeos cree que debe prohibirse siempre, y en América Latina ese porcentaje sólo sube al 26%. En cuanto al uso de anticonceptivos, el 91% de los latinoamericanos no le hacen caso a la Iglesia.
Los resultados dan la impresión de un mundo católico dividido en dos: por un lado, las jerarquías vaticanas, acompañadas por mayorías católicas en África (algo en Filipinas también) y por grupos conservadores minoritarios, pero muy militantes, en el resto del mundo (incluso en Europa); por el otro lado, la gran mayoría de los católicos en el resto del planeta, incluida América Latina, que, sin rebelarse, “obedecen pero no cumplen”.
El alejamiento relativo de los católicos con respecto a sus jerarcas no es algo nuevo; en América Latina lleva por lo menos cuatro décadas y en Europa varios siglos. El Vaticano ha observado este fenómeno con cierta indiferencia, convencido como está de que mientras la gente siga creyendo en Dios, por efecto de trasmisión seguirá creyendo en ellos. Y en eso tienen algo de razón. A pesar de estar en desacuerdo con buena parte de sus políticas, la mayoría de los católicos (incluyendo a muchos sacerdotes) sigue admirando al papa y a su corte terrenal, así no le obedezca. En ese sentido dan muestra de una tolerancia que se echa de menos en sus jefes. Por eso digo que esos católicos mayoritarios, sin enojo y con serenidad, se han vuelto luteranos o, como decía Nicolás Boileau, se han convertido en los papas de sí mismos. Pero ¿hasta cuándo puede durar esta actitud de afectuoso desobedecimiento? ¿Qué pasará cuando el África se modernice? Nadie lo sabe.
El Vaticano, que le ha dado cátedra política a reyes y gobernantes de todo tipo desde hace por lo menos mil años, debería tomar en cuenta lo que está pasando con sus fieles. Quizás ya lo está haciendo y por eso nombró al papa Francisco. Lo que no es seguro, viendo las cifras de la encuesta de Univisión, es que ese nombramiento sea suficiente para evitar otro cisma luterano, esta vez, por fortuna, un cisma lento y pacífico.

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