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Así fue durante más de 800 años, desde el IV Concilio de Letrán (1215) hasta hace unos 30 o 40 años, cuando la confesión empezó a entrar en desuso. Durante esos ocho siglos todos los fieles debían confesar sus pecados, en secreto y ante un sacerdote, por lo menos una vez al año. Quienes no lo hicieran incurrían en pecado mortal y podían incluso ser excomulgados.

La confesión individual de los pecados fue ideada como una “segunda tabla de salvación”, después del bautismo (la primera tabla) que salva del pecado original. Para que la confesión produjera sus efectos se requería que el pecador no solo se arrepintiera sino que cumpliera con la penitencia impuesta por el sacerdote. Las penitencias estaban dosificadas según el tipo de pecado. En la Edad Media se idearon unos libros especiales, llamados confesionales, que eran una especie de códigos de procedimiento que le servían al sacerdote para tasar la pena que le correspondía al arrepentido. Muchos de esos códigos describían (en latín para que sólo el cura entendiera) la casi infinita variedad de los pecados sexuales que estaban (y siguen estando) en el centro de la preocupación punitiva de la Iglesia.

Para limpiar el alma y acceder a la salvación eterna también fueron creadas otras formas de penitencia. Quizá la más importante de ellas fue el Purgatorio, que es una etapa destinada a la purificación del alma después de la muerte, y que fue inventado entre los siglos XI y XIII a partir de una antiguo culto cristiano de los muertos. Con el purgatorio vinieron las indulgencias, que consistían en la remisión parcial o total de la pena que se debía pagar en el Purgatorio. Inicialmente, en la Baja Edad Media, se concedían indulgencias con actos de piedad, como oraciones, mortificaciones o peregrinajes; pero después las jerarquías de la Iglesia hicieron de ellas un próspero negocio de venta de porciones de salvación. Esa fue la mecha que incendió el cisma protestante y que devastó a Europa con las guerras de religión del siglo XVI.

La confesión, el Purgatorio y las indulgencias (concebidos en las tinieblas del siglo XIII) le sirvieron a las autoridades de Roma durante más de ocho siglos para concentrar un poder político inmenso: no solo convencieron a los fieles de que ellas sabían quiénes se condenaban y quiénes se salvaban, sino también de que ellas tenían el poder para co-administrar, desde la tierra, la salida de las almas del Purgatorio. Así pudieron gobernar sobre las almas y sobre los cuerpos de los fieles durante casi un milenio.

Posiblemente estamos en el declive final del viejo catolicismo de la penitencia, si bien en Colombia ese declive parece más lento. Ya los católicos (incluso los teólogos) no le dan a la confesión, al Purgarorio y a las Indulgencias la importancia que antes tenían. Tal vez el catolicismo se ha vuelto más intimista, más humilde en el conocimiento de los detalles de la salvación y menos arrogante a la hora de administrar los asuntos de Dios en la tierra. Tal vez, por eso mismo, cinco siglos después de que Lutero pusiera sus 95 reclamos contra Roma en la iglesia de Wittenberg, el catolicismo se ha ido acercando al protestantismo. Entre tanto, creo que muchos protestantes, sobre todo en los Estados Unidos y América Latina, han ido recorriendo el camino inverso y se han ido acercando al cristianismo arrogante e inquisidor de la Edad Media.

Ya no hay que buscar las fuentes de la armonía social en una moral de la penitencia, como lo hacía el viejo catolicismo, sino en una moral laica y humanista del respeto por el otro. En esto también hay que trabajar para conseguir la paz en Colombia.

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