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Last Thursday the justice reform was given burial. Thus ends one of the most painful episodes of the institutional history of this country. From everything that occurred I feature three events and pull three lessons.

Last Thursday the justice reform was given burial. Thus ends one of the most painful episodes of the institutional history of this country. From everything that occurred I feature three events and pull three lessons.



Empiezo con los hechos:

1) La fragilidad de nuestra democracia se explica en buena parte por el Congreso que tenemos y por los partidos que lo componen. El problema con esos partidos es que no sólo son débiles, sino que están compuestos por una porción muy significativa de congresistas corruptos que, además, representan a una sociedad que en buena medida ha aprendido a vivir con la corrupción.

2) En el país hemos ido banalizando las reformas constitucionales hasta reducirlas al curso ordinario de la política. Llevamos 35 (sin contar las de este año). Desde 1992 hemos tenido casi dos reformas en promedio por año (el año pasado hubo seis). Si bien una buena parte de ellas han sido ajustes institucionales necesarios, hay muchas que son inocuas (como aquella que le cambia el nombre a Bogotá) o que sirven para resolver problemas coyunturales de gobierno, como la que hizo Samper para imponer la extradición de nacionales, o la que hizo Uribe para penalizar el consumo mínimo de droga.

3) Los foristas, los tuiteros y los periodistas jugaron un papel esencial en el derrumbe de esta reforma, lo cual fortalece la oposición política y oxigena la democracia. Pero entre ellos no sólo afloraron las buenas razones y los argumentos, sino también los odios. Hubo también mucho extremista suelto, lo cual prueba, una vez más, que en este país el rencor aglutina tanto como las ideas. Así por ejemplo el odio contra el Gobierno terminó uniendo (una vez más) a los uribistas con una parte de la izquierda.

Sigo con las lecciones.

Primera: sin partidos fuertes, capaces de controlar a sus miembros, nunca tendremos una democracia operante en Colombia y para tener partidos fuertes necesitamos (parafraseando a Turbay) reducir los niveles de corrupción a proporciones tolerables. Y si se me permite ir más lejos, Colombia no podrá reducir significativamente sus niveles de corrupción mientras siga penalizando la producción y el consumo de drogas ilícitas y, por esa vía, siga alimentando (involuntariamente) a las mafias, las cuales le agregan a la corrupción ese plus que la convierte en excesiva.

Segunda: lo sucedido es un campanazo de alerta para que la ciudadanía se involucre más en este tipo de reformas. La Constitución no es un documento coyuntural para gobernar, sino una guía de largo plazo para defender la democracia y los derechos. En este sentido, la ciudadanía está hoy más que nunca llamada a defender (con la Corte) la integridad de la Constitución contra los intentos abusivos de los políticos que quieren reducirla a una herramienta de política pública.

Tercera: la indignación ciudadana a través de redes sociales y medios de comunicación es algo muy importante; algo que hay que proteger y perfeccionar. Justamente por eso, porque es algo que hay que defender, es necesario reconocer sus riesgos. El más importante de ellos es que esa indignación puede convertirse en una especie de democracia plebiscitaria, impulsiva y de resultado impredecible. La participación ciudadana no se puede reducir a esa indignación vociferante que con tanta frecuencia se ve en los foros y en las redes sociales. Los trinos de Uribe ayudan tan poco a la construcción de democracia como los de sus igualmente iracundos enemigos. Por eso hay que idear mecanismos adicionales y complementarios de participación ciudadana, más reflexivos, más autocríticos y más responsables.

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