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Documentaries are a dialogue with reality, both in what they say and show as well as in what they keep silent. 

Documentaries are a dialogue with reality, both in what they say and show as well as in what they keep silent. 

La persona que realiza un documental decide qué muestra y su
audiencia, qué espera. Dos ejemplos recientes sirven de ilustración para
esta premisa.

 Jericó, el infinito vuelo de los días es
un documental de la colombiana Catalina Mesa que se estrenó el mes
pasado en las salas de cine colombiano. Muestra este pueblo antioqueño
de colores, con  lindas fachadas y clima envidiable que se adorna con
mujeres mayores viudas o solteras. Como dice la promoción de la película
en una de sus siete razones para convencer a la audiencia: “Representa
una nueva mirada de nuestra cultura antioqueña y colombiana a través de
un lente femenino. Es una narración hecha desde la intimidad y la
poesía, que celebra el espíritu y la sabiduría femenina de nuestro país,
y que ofrece una mirada positiva y sensible de lo que somos”.

Y a
fé que es una mirada femenina y positiva. En la plaza y las calles
empedradas, mientras las señoras toman helado o juegan cartas y oyen
música, hablan, chismosean y se protegen con la religión católica, los
curas y las camándulas.  Las tías son tiernas y se ven felices, mientras
se visitan y adornan con aretes.   La decisión de la realizadora fue
solo poner el foco en esta postal.  Optó por no criticar el machismo o
el racismo paisas y colombianos que les impidieron a las mujeres cumplir
sus sueños.  Decidió no hacer ninguna reflexión sobre el rol de cuidado
que se les impone a las mujeres y las obliga a velar por otros a costa
de sus propios sacrificios.  Eligió mostrar sólo un Jericó. Pero, una
cosa es el documental que uno quiere ver y otro el que te muestran.

El
otro caso es todo lo contrario.  Dice mucho sin filmar directamente. Me
refiero al documental que pasaron recientemente en el Festival
Internacional de Cine de Cali:  Patria (Irak, año cero) del franco-iraquí Abbas Fahdel.

 Se
divide en dos partes. La primera es una visión intimista de la propia
familia de Fahdel, que se prepara unida para la invasión estadounidense a
Irak en el 2003. Los niños, casi como un juego, ayudan a hacer pan
seco, a cavar un pozo para sacar agua en el jardín de la casa y a
sobrevivir lo que será una guerra más. La segunda parte es después de la
invasión. Se evidencia desintegración social y violencia descontrolada,
saqueos, inseguridad y desprecio por el patrimonio público.

Fahdel
no filmó durante las dos semanas en que EE. UU. se toma Irak. Pero la
película cabalga sobre la nefasta guerra y sus efectos, desde muchos
ángulos.  Cuenta con sutil distancia la dictadura y el paternalismo de
Hussein, el culto al líder que invade la televisión, los desaparecidos
disidentes y la obediencia militar. Tampoco escatima en gastos para
mostrar el temor que se instala en las calles desde la invasión gringa,
los asesinatos y el descontrol. La imagen es completa.

El primer
documental decide expresamente sólo contar la benevolencia íntima de un
pueblo idílico. El segundo equilibra la intimidad con los exteriores de
una guerra. Como espectadora prefiero las dos caras de la moneda, pero
ambos directores dicen mucho con lo que han decidido no decir.

Nota: 
Tanto votantes del No como votantes del Sí deberíamos rodear a los
líderes sociales en cada uno de los municipios de Colombia. La vida es
sagrada y nada justifica los 71 asesinatos de este año ni los de ningún
año.

Of interest: Derechos Humanos

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