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Contradictions made by President Uribe
Mauricio García Villegas, investigator with Dejusticia demonstrates the contradictions that President Uribe has made by denying that there is an armed conflict and at the same time treating dissidents as enemies.
Por: Mauricio García Villegas | March 31, 2005
En la guerra los disidentes son enemigos y basta con que alguien sea identificado como tal para que se acepte su denuncia, su castigo y hasta su eliminación. En la paz, en cambio, cuando el Estado de derecho funciona, los disidentes son ciudadanos con todos sus derechos, y el eventual castigo de sus acciones -cuando han cometido una conducta ilícita distinta a la simple disidencia- sólo puede ser el fruto de una decisión judicial. El gobierno niega la existencia del conflicto armado en Colombia, pero se comporta en contravía de lo que afirma al tratar a los disidentes como enemigos en un conflicto que según él no existe. El ejemplo más reciente de esta actitud es el comentario público, hecho hace algunos días por el presidente Uribe, según el cual algunos líderes de la comunidad de paz de San José de Apartadó son auxiliadores de la guerrilla.
El comentario del Presidente debilita la institución judicial, pone en peligro a los demás miembros de la comunidad y, como si esto fuera poco, no le hace ningún bien a la imagen de imparcialidad del Ejército en estos hechos. ¿Inconsistencia del Presidente? ¿Error político? No parece. Cuando predomina la lógica de la guerra, como es el caso hoy en día, las acusaciones anticipadas contra los disidentes, incluso en casos tan dramáticos como los de San José de Apartadó, no sólo son aceptadas como normales sino reconocidas como la versión final y justa de los hechos.
Más aún, si la versión del Ejército, según la cual fueron las Farc las que cometieron los crímenes con el objeto de mantener el control de la comunidad, resultare cierta, ello no convertiría a la comunidad de San José en un enemigo del Estado sino en una víctima más del conflicto armado; peor aún si están en manos de la guerrilla. ¿O vamos acaso a considerar que los niños recientemente asesinados en San José de Apartadó hacían también parte del conflicto? Aquí lo que está en juego no es la valoración que hagamos de las comunidades de paz – valoración que yo, por lo demás, no tengo clara – sino el principio liberal del respeto por los demás y en particular por los más vulnerables de la sociedad.
En las zonas de conflicto armado el Estado tiene, o bien una efímera e inquietante presencia miliar, o bien solo está presente nominalmente, lo cual significa que son los paramilitares o la guerrilla, o ambos, los que imponen su ley de sangre y fuego. Los habitantes de estos territorios no viven en eso que llamamos una sociedad, si no en aquello que los contractualistas denominaban “estado de naturaleza”, es decir, en medio del desamparo. Sin embargo, el gobierno pretende que en tales zonas no hay conflicto sino actos terroristas y espera que sus habitantes se comporten como ciudadanos comunes y corrientes que reconocen en el Ejército y el Estado a sus instituciones legítimas. Esta falta de protección, por un lado, y la mentira de un Estado que no protege a nadie, por el otro, han alimentado el rencor que las comunidades de paz tienen contra las instituciones y su voluntad de hacer rancho aparte.
El desconocimiento que el gobierno hace del conflicto armado no sólo tiene la consecuencia retórica de quitarle legitimidad al movimiento guerrillero -con lo cual uno estaría de acuerdo- sino también la consecuencia fáctica de desamparar a las comunidades ubicadas en los territorios en disputa. Y ello como resultado de la suposición gubernamental de que tales comunidades viven bajo la protección del Estado y de que la violencia que allí se produce es fruto de la delincuencia o del terrorismo, y por lo tanto debe ser reprimida por la fuerza pública de la misma manera como lo sería en Bogotá o en Cali. Todo esto justifica, a los ojos del gobierno, un tratamiento simplemente militar del problema.
Pero todos sabemos que la incorporación de estas poblaciones y esos territorios al orden civil y constitucional -propósito con el cual también estaría de acuerdo- no se logra simplemente con el envío de tropas. Ninguna sociedad se construye de manera perdurable con el sometimiento físico de los pobladores, menos aún en zonas como la de San José de Apartadó, donde existe toda una tradición de desprecio por un Estado demasiado acostumbrado a operar a través de un ejército intimidador o de instituciones políticas de pacotilla.
Por eso, si el gobierno quiere incorporar e institucionalizar a las poblaciones ubicadas en las zonas de conflicto, debería comenzar por respetar a sus habitantes. Por comprender que están en la peor de las situaciones ‘sociales’ posibles y que por eso deben ser protegidos de manera permanente contra toda forma de agresión o sometimiento. Debe empezar por manifestar su rechazo contra los asesinatos de sus miembros y adelantar investigaciones serias e imparciales antes de apresurarse a absolver a unos y condenar a otros. En otras palabras, si el gobierno pretende que es el Estado de derecho -y no el conflicto armado- el que impera en San José de Apartadó, debe ser algo más que un ejército itinerante y que sólo ve enemigos de guerra entre los pobladores.