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Defending Who?
In studies about justice, usually there is made a differentiation between the most visible justice – which is the judicial cases of major impact as parapolitics – and the routine justice, that decides over the judicial cases of the common people such as robberies and divorces.
Por: Mauricio García Villegas | August 22, 2008
EN LOS ESTUDIOS SOBRE JUSTICIA se suele hacer la diferencia entre la justicia protagónica —la de los casos judiciales más visibles y de mayor impacto, como la parapolítica— y la justicia rutinaria, que resuelve los conflictos propios de la gente del común, como robos o divorcios
En Colombia se habla mucho de la primera, de la protagónica, y muy poco de la segunda. La justicia rutinaria es opaca y desconocida y en las zonas en donde existe conflicto armado —la mitad del país— prácticamente no existe.
Con la Defensoría del Pueblo pasa lo contrario. En las regiones apartadas y de conflicto, donde el Estado es precario o inexistente, los defensores del pueblo regionales cumplen una labor importante. Lo que no funciona bien es la defensoría protagónica, es decir, el amparo público y visible que el Defensor del Pueblo debe hacer de las grandes causas humanitarias del país. No es que no funcione bien, es que no existe y no existe porque esa labor le ha sido asignada a Vólmar Pérez, quien por razones de carácter, o por compromisos políticos, o por ambas cosas, ha preferido quedarse callado.
Nadie podrá decir que Vólmar Pérez no tuvo motivos para salir a denunciar atropellos contra los derechos humanos. Los habría tenido si fuera defensor del pueblo en, digamos, Finlandia. Pero es defensor del pueblo en Colombia, un país en donde en los últimos cinco años —los mismos que le han correspondido como defensor— más de diez mil personas murieron por causas asociadas a la violencia política. De esos diez mil, la mitad perecieron por fuera de combate, hubo más de mil desaparecidos y setecientos eran niños. La responsabilidad de más de la mitad de estos crímenes se atribuye a agentes del Estado, por acción directa, o por tolerancia con las fuerzas paramilitares. Nada de esto motivó una intervención enfática del Defensor. Tampoco lo hizo cuando extraditaron a los paramilitares, ni cuando el Gobierno utilizó indebidamente el símbolo de la Cruz Roja para liberar a Íngrid, ni cuando se debatió la Ley de Justicia y Paz, ni cuando el Gobierno ha atacado a los jueces… y la lista de abstenciones es interminable.
El Defensor del Pueblo es un funcionario muy particular. Su labor consiste en recibir denuncias de la gente por violaciones a los derechos humanos, pero no tiene poder para sancionar a nadie, ni para imponer políticas públicas. Lo único que puede hacer es utilizar la alta investidura que tiene para denunciar las injusticias que se cometen contra la gente. Su poder radica en su persona y en lo que dice; en su credibilidad moral y en la imparcialidad política de sus denuncias. Es por eso que un defensor puede tener mucho poder e influencia, como en su momento los tuvo Eduardo Cifuentes, o ninguno, como sucede en la actualidad.
Pero nada de esto es responsabilidad de Vólmar Pérez, quien fue puesto en ese cargo por el Gobierno —con una más de sus “ternas de uno”— para que cumpliera justamente la labor rutinaria e inocua que viene cumpliendo. Desde la renuncia de Cifuentes, el Gobierno era consciente de que necesitaba silenciar esa oficina con un funcionario opaco e insubstancial, cuidadosamente seleccionado de entre los candidatos del roscograma presidencial. Así lo hizo y así lo acaba de repetir el martes pasado —con una terna igualmente insulsa— para beneficio del Gobierno y para congoja de las víctimas de este país.
Ahora que el presidente Uribe tiene garantizada la trivialidad de la justicia ordinaria y de la Defensoría, sólo le queda acabar con el protagonismo de la Corte Suprema.