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Diatribe against the “great men”

Today, Colombians believe more in democracy than two years ago. For some it will be a surprise, for others just a platitude, but the fact that Uribe is no longer in power has a lot to do.

Por: José Rafael Espinosa RestrepoJanuary 10, 2012

No lo digo yo, lo dice el más reciente estudio del Barómetro de las Américas realizado en Colombia por el Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes. El estudio parte de que hay dos tipos de actitudes antidemocráticas por excelencia: por un lado, actitudes en contra de la separación de poderes (qué tan de acuerdo se está con cerrar el Congreso o la Corte Constitucional cuando le estorban al presidente), y, por el otro, actitudes en contra de la oposición y las minorías (verlos como una amenaza y querer limitarles la voz y el voto).

Pues bien, entre 2008 y 2011 estas actitudes se redujeron considerablemente. El porcentaje de personas de acuerdo con cerrar el Congreso o la Corte pasó del 45,9% (¡impresionante!) a 33,6%, mientras que el porcentaje de personas que ven a las minorías como una amenaza y que estarían de acuerdo con limitar la voz y el voto de la oposición se redujo de un altísimo 50,7% a 37,6%. Hemos mejorado, pero todavía estamos en el grupo de países de las Américas con menor respeto por los principios de la democracia liberal.

Este hallazgo es interesante, pero son aún más interesantes las razones que explicarían este cambio, y aquí es donde entra Uribe. Además de estas actitudes, el estudio midió el “apego personal al presidente”, y encontró que aquellas personas más “apegadas” tenían actitudes más antidemocráticas: su fe ciega en Uribe las llevaba a darle una especie de cheque en blanco, que le permitía cerrar el Congreso o la Corte, o limitar el papel de las minorías o de la oposición, con tal de que lograra sus propósitos. La buena noticia es que entre 2008 y 2011 el apego al presidente se redujo y, con a esa reducción, bajaron también las actitudes antidemocráticas.

Ese cheque en blanco no es un fenómeno colombiano. Ha sido bastante común, sobre todo en América Latina, en donde los líderes, más que como líderes se presentan como redentores, como salvadores. Democracias delegativas, las llamaba Guillermo O’Donnell, el gran politólogo argentino fallecido recientemente. Elegimos a los líderes democráticamente y, una vez elegidos, les damos vía libre para que hagan lo que consideren necesario para sacarnos de este lío, así lo que hagan no sea democrático. Les creemos, y estamos dispuestos a darles todo lo que nos pidan. Que hagan lo que quieran con nuestras instituciones, con tal de que nos rediman.

A los líderes políticos no les debemos pedir que nos salven. La democracia no es una religión, tiene propósitos más modestos, más terrenales, y son estos los que deberían guiar nuestro comportamiento como ciudadanos. Cuando creemos en políticos redentores el poder se personaliza, las instituciones se devalúan y la democracia es asaltada. Podemos lograr eliminar la corrupción de las elecciones, evitar su captura por parte de grupos privados, lo que sea, pero si no estamos dispuestos a poner la institucionalidad, las reglas de juego, por encima de las personas, tendremos todavía una democracia de mentiras.

Escribo esto cuando los alcaldes y gobernadores recién se han posesionado y están tomando sus primeras decisiones oficiales. Algunos de ellos llegan con discursos redentores; han venido a cumplirnos promesas históricas, a salvarnos de los cataclismos de sus predecesores. Ojalá lo hagan. Sin embargo, gran parte de la responsabilidad de que no terminen poniéndose de ruana la institucionalidad –porque esta no es una maña exclusiva de los presidentes- radica en que nosotros, los ciudadanos, no les demos cheques en blanco.

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