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Don’t privatize the beaches

President Uribe proposed to offer management contracts of beaches to private contractors, starting with the ones in Cartagena. Hoteliers applauded the news and are already working on it

EL PRESIDENTE URIBE PROPUSO DAR en concesión a particulares el manejo de las playas, comenzando por las de Cartagena este diciembre. Los hoteleros, autores de la idea, aplaudieron la noticia con fruición y ya están planeando las primeras playas piloto.

El tema no es menor: en últimas, se trata de definir si las playas continuarán siendo accesibles a todos los ciudadanos. O si, por el contrario, seguirán el camino de las playas de los hoteles de cinco estrellas, o el de los parques naturales de Aviatur, que hoy son impagables para la mayoría de los colombianos.

Los defensores de la idea dicen que concesión no es privatización. Y que lo único que intentan es ponerle orden al “caos” de la playa: el de “la gafa, la gafa, la gafa”; el de la cacofonía de las palenqueras voceando el surtido de fruta y cocada, los fotógrafos de Polaroid prometiendo la inmortalidad del instante y los conjuntos vallenatos canjeando en vivo el repertorio de Diomedes por un par de billetes de $5.000.

Contra esa mezcolanza, los promotores de la concesión prometen “oasis” a los turistas. Lo dijo el editorial dominical del diario cartagenero El Universal, que justificó la propuesta con un pequeño monumento al clasismo que la sustenta. Hay que leer para creer: “al concesionar las playas, algunas de sus áreas tendrán que servir de santuarios para los bañistas acosados de hoy, y necesariamente tendrán restricciones de quién entra a estos ‘oasis’ y quién no. Muy probablemente, el costo del servicio será uno de los factores que definirán la clientela”.

Más claro, imposible. El oasis prometido no será para todos, sino para los que lo puedan pagar. Nadie lo ha dicho mejor que el historiador cartagenero Alfonso Múnera al comentar, en elocuente carta a El Espectador, lo que pasó cuando entregaron en concesión las plazas del centro de la ciudad. “Nunca más un cartagenero —ni siquiera de clase media— se ha vuelto a sentar en ellas. No es que esté prohibido hacerlo, por supuesto. Es que vale tanto dinero tomarse una Coca Cola allí, que sobra que lo prohíban”.

Es lo que pasa en las playas de hoteles como Las Américas y el Hilton, que son públicas pero tan caras e intimidantes que sólo sus huéspedes se sienten bienvenidos en ellas. Lo mismo sucede en el Tayrona, donde los precios de las cabañas y las Coca Colas tienen sentido sólo en euros.

El modelo es claro: las concesiones buscan erradicar el “turismo de chancleta” y reemplazarlo por el de lujo. De nuevo, El Universal lo dice con candidez sin par: el problema es que “el [turismo] que llega a las playas de Cartagena es cada vez de menor poder adquisitivo, por lo que las mercancías y servicios que se le venden también son rebajados proporcionalmente de calidad”.

Dicho sin eufemismos: lo molesto son los paseos de olla de familias enteras que bajan los domingos de las negras barriadas cartageneras a bañarse y jugar fútbol en Marbella o Bocagrande. O los cachacos de estrato 3 que ahorran todo el año para poder llegar con todos los parientes en bus, alquilar carpas familiares de $10.000 y almorzar arroz atollado de $2.500, mientras que comparten la playa con turistas estrato 6.

Como dice Múnera, ese encuentro de todas las clases sociales en la arena es el principal atractivo de algunas de las playas más exitosas del mundo, como las de Río de Janeiro. Allí el Estado maneja eficientemente la playa y garantiza, al mismo tiempo, el acceso y el orden. Así que sí se puede. De lo contrario, probablemente las concesiones nos lleven al apartheid tropical de las playas de Jamaica o Punta Cana, donde sólo se ven los enrojecidos cuerpos de extranjeros a punto de contraer un cáncer de piel.

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