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From buses to banks: who controls private power?
FOUR DAYS LOST BY A STRIKE, multiplied by millions of people. That’s what Bogotá just experienced, a city besieged not by old pirates but by transport buccaneers.
Por: César Rodríguez-Garavito (Retired in 2019) | March 8, 2010
CUATRO DÍAS PERDIDOS POR UN PARO, multiplicados por millones de personas. Eso es lo que acaba de vivir Bogotá, una ciudad sitiada ya no por los viejos piratas, sino por los bucaneros del transporte.
Pero el episodio del paro es apenas una anécdota de un problema mucho más grande: cómo regular a los poderosos del sector privado, desde los transportadores hasta los banqueros. De esto casi nadie habla. Son contados los periodistas que se atreven a escribir sobre la corrupción privada. Sobran los columnistas que apuntan contra el blanco más fácil del Estado, pero enfundan la pluma cuando se trata de abusos empresariales.
Las razones son muchas, pero se resumen en un dicho muy colombiano: no hay que patear la lonchera. Como lo muestra el bochornoso cierre de Cambio, en el mundo de los intereses económicos, licitación mata expresión. Por eso, con excepciones notables, los periodistas optan por no meterse en líos con el sector privado. Y muchos otros —funcionarios públicos, abogados, opinadores o asesores— prefieren no arriesgar un contrato o un puesto en una junta directiva.
Por eso mismo las excepciones son tan meritorias. Ahí están las columnas de Daniel Coronell en Semana, o las investigaciones semanales de Norbey Quevedo en El Espectador, que denuncian abusos privados y públicos por igual. Su hazaña es invertir la escala de valores nacional. Es la escala que se aprende en los colegios y que ha canonizado Uribe, donde lo “in” es ser un berraco, un varón, un vivo; y lo “out” es ser el sapo, el que se deja partir la cara, el marica. Lo de Coronell y Quevedo es el sueño de cualquier nerd: un ratón de biblioteca que le gana la partida al Uribito del colegio. La venganza de los sapos.
Pero los medios y los periodistas independientes son bien conocidos. Quiero concentrarme en una figura heroica anónima, el equivalente en el sector público del sapo valeroso: el superintendente. El solo nombre del cargo ya suena aburrido. Pero el “Súper” cumple una función esencial en una economía de mercado: supervisar la conducta de los agentes privados para que cumplan las reglas de juego. Como diría Karl Polanyi, su tarea consiste en salvar al capitalismo de los capitalistas.
Un superintendente financiero idóneo supervisa a los bancos para evitar descalabros como el que armaron los incontrolados banqueros de Wall Street. Si aquí hubiéramos tenido un buen Superintendente de Salud, no estaríamos pagando con nuestros impuestos medicamentos recobrados, a precios astronómicos, por las EPS. Si la Superintendencia de Servicios Públicos funcionara, uno tendría a quien ponerle la queja por el pésimo servicio de las compañías de agua, luz o teléfono.
El problema, claro, es que los superintendentes tampoco quieren patear la lonchera. Y cuando se atreven, se enfrentan a presiones inmensas. Por eso es tan común que los superintendentes incisivos terminen dejando el cargo por “razones personales”. Basta recordar la salida de Jairo Rubio y Emilio Archila de la Superintendencia de Industria y Comercio, o la de Augusto Acosta de la Superintendencia Financiera.
Por eso, desde ya, postulo como héroe anónimo del año al actual superintendente de Industria, Gustavo Valbuena. Cuenta Semana que Valbuena se ha arriesgado a hacer lo que pocos. Apenas asumió el cargo, ratificó una multa a todos los bancos por cobrar comisiones exageradas al comercio por el uso de tarjetas de crédito. Acaba de sancionar a los 10 principales ingenios azucareros por un supuesto acuerdo de precios. Por la misma razón, impuso una multa millonaria a las tres cementeras más grandes del país y a dos grandes compañías chocolateras.
Bien por el Súper-Valbuena. Ojalá dure.