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Science with a Conscience?

Sixty years after Hiroshima, Rodrigo Uprimny, Director of DJS and professor at the National University in Colombia, recalls the dangers of scientific development with an ethical conscience.

Por: Rodrigo Uprimny YepesAugust 12, 2005

“La ciencia ha hecho de nosotros dioses antes de que fuéramos dignos de ser hombres”. Esta lapidaria frase del biólogo y escritor francés Jean Rostand es una de mis favoritas, pues resume, en pocas palabras, el drama de la modernidad: el desfase entre la potencia de la ciencia y la precariedad de la conciencia humana.

La razón científica ha dotado a nuestras sociedades de poderes inimaginables en el pasado. Y esto ha producido cosas maravillosas, como el acortamiento de las distancias en el mundo, la cura de graves enfermedades, el incremento de la productividad económica o el asombroso aumento de la esperanza de vida en el siglo XX. Somos potencialmente dioses.

Pero este vertiginoso avance científico no se ha acompañado del desarrollo de una conciencia ética humana, solidaria y racional. Mientras la ciencia avanza con la velocidad de los guepardos, la conciencia ética anda a paso de tortuga, cuando no retrocede como los cangrejos. No somos dignos aún de ser humanos.

Esta ciencia sin conciencia ha hecho que el desarrollo tecnológico, que puede producir maravillas, sea también fuente de sufrimientos indecibles, pues la ciencia ha multiplicado igualmente la capacidad destructora del ser humano.

Hiroshima sintetiza esas contradicciones del desarrollo científico moderno. Sin lugar a dudas, el proyecto Manhattan, que permitió la construcción de las primeras bombas atómicas, es una proeza científica sin precedentes, no sólo por su sofisticación teórica y tecnológica, sino también por la hazaña de lograr la cooperación de algunas de las mentes científicas más brillantes del momento. Pero sirvió a un propósito terrible.

Algunos defienden todavía el lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, ya que consideran que era la única forma de que Japón se rindiera. Esas bombas, a pesar de haber liquidado a centenares de miles de personas, habrían sido entonces “humanitarias”, pues habrían ahorrado mayores sufrimientos.

Hoy sabemos que no es así. Algunos de los científicos del proyecto Manhattan, como el húngaro Leo Szilard, propusieron alternativas no sólo humanitarias, sino muy razonables en términos de estrategia militar. En el llamado “Frank Report” del 11 de junio de 1945 y en varias peticiones ulteriores en julio de 1945, estos científicos insistieron ante el gobierno de Estados Unidos en que, en vez de arrasar ciudades habitadas, se hiciera una demostración al gobierno japonés y a todos los representantes del mundo del poder mortífero de esa bomba, lanzándola en un lugar desierto. Y que se diera entonces a Japón la posibilidad de rendirse frente a la evidencia de la capacidad destructora del poder nuclear.

La propuesta de Szilard fue apoyada tácitamente por algunos altos funcionarios, como el entonces subsecretario naval Bard, quien consideró que era contrario a cualquier principio humanitario usar una bomba de esa naturaleza sin un previo aviso, que diera la posibilidad a Japón de rendirse. Además, según Bard, todo indicaba que el gobierno japonés estaba buscando una disculpa para poder rendirse con cierto honor, y ese preaviso podría ser la disculpa.

Pero las propuestas de Szilard y Bard no fueron consideradas. Triunfaron otras perspectivas. Otros científicos, como Oppenheimer, el director del proyecto Manhattan, apoyaron, sin muchos argumentos, el uso militar inmediato de la bomba. Algunos militares consideraron ilusa la propuesta de Szilard, pues no creían que Japón se rendiría. Otros funcionarios arguyeron que no podían desperdiciar una bomba en la demostración, pues sólo tenían dos. Finalmente, las terribles bombas fueron lanzadas.

Durante muchos años se seguirá discutiendo las razones de esa atroz decisión y de por qué se ignoró olímpicamente la propuesta de Szilard. Yo comparto la visión del propio Szilard, según la cual hubo una enorme dosis de arrogancia, de incomprensión y de insensibilidad humanitaria. En el fondo, pareciera que muchos en el gobierno estadounidense pensaban no sólo que las vidas japonesas valían poco, sino además que no tenía sentido dejar de usar unas bombas que tanto esfuerzo habían costado y que eran tecnológicamente tan impresionantes. Si ya se habían construido, ¿por qué no usarlas?

Las palabras del Presidente Truman, al día siguiente de la explosión en Hiroshima, dan un claro indicio de ese estado de ánimo: “Gastamos dos millones de dólares, dijo Truman, en la mayor apuesta científica de la historia. Y la ganamos”. La indignación de Szilard frente a esas declaraciones no puede sino ser compartida (1).

A pesar de que la física había sido su pasión vital y de haber sido uno de los más grandes físicos del Siglo XX, después de Hiroshima, Szilard decide abandonar la física y consagrarse a la biología, con el fin de poner su inteligencia al servicio de la vida y no de la destrucción. En las décadas siguientes, hasta su muerte, trabajó incansablemente por la paz y el control de las armas nucleares.

Leo Szilard personifica, junto con otros científicos como Bertrand Russell, la posibilidad de que exista una ciencia con conciencia. Sus vidas y esfuerzos recuerdan el desafío que tiene el mundo moderno de lograr que el desarrollo científico y tecnológico esté realmente inspirado por consideraciones éticas humanitarias.

Por ejemplo: ¿es acaso ético el uso de la biotecnología para acabar la independencia productiva de los pequeños campesinos mediante el uso de semillas modificadas que no se pueden volver a plantar y deben ser adquiridas para cada cosecha a empresas multinacionales? ¿Es ético que Estados Unidos dedique tantos dineros y tanta inteligencia a construir bombas “inteligentes” mientras que la investigación básica acerca de enfermedades tropicales que siguen causando millones de muertos se encuentra desfinanciada? Después de 60 años del “éxito” del proyecto Manhattan, ¿no valdría la pena un proyecto semejante, con una financiación semejante, para combatir el SIDA o la malaria?

Uno de los grandes desafíos contemporáneos es, entonces, regular éticamente lo que la ciencia hace, lo que deja de hacer y cómo se usan sus resultados, y todo eso respetando la libertad científica.

(1) Sobre las declaraciones de Truman y los esfuerzos de Szilard por evitar el uso de las bombas, ver su entrevista del 15 de agosto de 1960 en US News & World Report, disponible en la red en Vea cartas de Marulanda.

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