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Take advantage, no one is watching
“Don’t give papaya” and “at given papaya, splitted papaya” are Colombian social commandments that prevent citizenship projects like public bike sharing systems.
Por: Dejusticia | June 22, 2012
Dicen que el undécimo mandamiento de los colombianos es no dar papaya, y el duodécimo, comerse la papaya servida. Dar papaya es el acto pasivo, generalmente no deliberado, de darles a otros la oportunidad de tomar provecho a costa de uno (como quien deja la bicicleta parqueada en la calle y viene otro y se la roba). Comerse la papaya es aprovecharse de la situación creada por quien da papaya.
Normalmente, quien da papaya es visto como un perdedor, que además de ingenuo, probablemente debe ser bruto y merecedor de su destino: “eso sí quién le manda andar dando papaya”, le dicen al que dejó la cicla penando en un espacio público, así fuera con candado. “Un berraco”, en cambio, es el que se aprovecha de la situación, es un ágil ladrón, el buen engatusador o, sencillamente, el que no da papaya.
El vendedor callejero de minutos da papaya si no amarra los celulares a su cuerpo con cadenas metálicas para que los clientes no se los lleven; y es una “dura” la que sacó del avión los cubiertos, la cobija y si pudo, el flotador. También lo es si no se robó nada, pero lució la barriga para hacerse la embarazada y saltarse toda la fila en el aeropuerto. Quizás, a riesgo de ofenderla, la amiga le dijo: “hágale, aproveche esa barriga para pasar”. “Aproveche” es el imperativo supremo en el juego de la papaya. Aproveche ese escote, que su suegro es influyente, que nadie está mirando.
El mandamiento social de comerse la papaya servida no es cuestionado casi nunca. Sin embargo, si surge algún juicio moral, el mandamiento se convierte en derecho: “cómo no voy a aprovechar, si me ha tocado tan duro en la vida” puede decir quien no ha tenido muchas oportunidades. El poderoso, por su parte, también se siente legitimado para aprovechar su estatus: “cómo no voy a parquear mi carro en donde está prohibido, si nadie se mete con un ministro o senador (o con quien tenga camioneta blindada)”.
Y así, todos entramos en una especie de juego en donde, como en el fútbol, hay que cuidarse de que no le metan gol al dar papaya, pero sí de golear a los demás, al comerse la que ellos sirven. Juego que sería divertido, si no fuera porque no tiene intermedio ni fin, y no es por dos equipos, sino de todos contra todos. No solo es entre individuos, ni entre ricos contra ricos, mujer con mujer, hombre con hombre y en sentido contrario, sino que puede ser de uno contra todos.
Si la bicicleta parqueada en la calle no fuera de ningún particular, sino del Estado para uso y disfrute de todos los ciudadanos, el “avispao” aprovecha, y se lleva la cicla, o por lo menos la canasta, las cadenas o la campana. Impensable, durante el juego de la papaya, un sistema de bicicletas público, compartidas por todos sin discriminación, como el que existe en algunas ciudades del mundo.
No importa si comerse la papaya afecta el bien común. Participan en el juego de la papaya los políticos, los ciudadanos del común y los delincuentes. Ser “avispao” es la clave. “El mundo es de los avispaos” le enseñan las mamás a sus hijos, como, según la serie le dijo la mamá a su niño Pablo Escobar. Y así, perversamente, servicios públicos gratuitos, como utópicamente sistemas públicos de bicicletas compartidas, son vistos por la mayoría como una papaya partida: hay que caerle cual ave de rapiña, entre más rápido, mejor.
El juego de la papaya, por definición, impide proyectos de ciudadanía: intoxica cualidades personales como la confianza, la frugalidad y la honradez, y valores sociales como el respeto por los conciudadanos y por lo público. ¿Qué tal si dejamos a la papaya solamente su significado literal, nos la saboreamos en ayunas, nos limpiamos de las toxinas de su sentido figurado y salimos a disfrutar parques y en el futuro, quizás, bicicletas públicas?