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The criminal populism of the General Inspector

The Inspector General and some leftist populist strands have one thing in common: trying to win plaudits from citizens through attractive-sounding measures, but these are impossible to achieve or are counterproductive.

Una cosa en común tiene el Procurador con algunas vertientes populistas de la izquierda: tratar de ganar aplausos de la ciudadanía con medidas que suenan atractivas, pero son imposibles de cumplir o son contraproducentes.

Mientras que algunos populistas de izquierda practican su engaño con la economía —piensen en los insostenibles subsidios al consumo en Venezuela o Argentina—, los conservadores como Ordóñez lo hacen con los delitos y los castigos. En un país donde es un milagro no haber sufrido un raponazo, nada más popular (y populista) que pedir cárcel para todos los ladrones, como lo hizo el procurador al criticar la afortunada decisión de la Fiscalía de abandonar el énfasis en los crímenes leves para priorizar el castigo de los más graves.

El reclamo del procurador y los demás críticos del fiscal es tan inviable como contradictorio. Inviable porque ni siquiera en los regímenes más autoritarios se logra perseguir y castigar la mayoría de los delitos. Contradictoria porque, cuando no se priorizan los delitos más graves, los fiscales y los jueces se dedican a perseguir los más fáciles. Y la impunidad aumenta en consecuencia.

Así lo muestra un estudio de Miguel La Rota y Carolina Bernal, de Dejusticia, basado en cifras oficiales. Como lo dijo el primero en La Silla Vacía, en Colombia se castiga a los bobos y no a los capos: a los que se dejan agarrar en flagrancia con una cantidad de droga levemente mayor a la dosis personal, a los ladronzuelos cogidos con las manos en la masa y a los que pillan en una requisa con un arma sin salvoconducto. Casi el 80% de las condenas penales son por estos delitos. De modo que la idea de priorizar algunos crímenes no es un invento del fiscal Montealegre; ya existe, pero funciona en la dirección equivocada.

Además de inequitativo, el sistema actual es ineficaz. Hoy, de cada cien denuncias que presentan los ciudadanos, sólo ocho terminan en una acusación contra el supuesto responsable del delito. Cualquiera que haya sufrido el robo de un celular sabe que no vale la pena poner la denuncia, porque no va a ninguna parte.

La respuesta populista es pedir más cárceles, y ojalá un policía en cada esquina.

Pero el problema no es tanto de recursos, sino de política criminal. De hecho, la Fiscalía, y el sistema penal en general, tiene una financiación generosa si se compara con la del resto de la justicia.

La solución es la que busca el fiscal: usar inteligentemente esos recursos para disminuir no sólo la impunidad, sino también la criminalidad. Si lo que se quiere es reducir el robo de celulares, tiene más sentido concentrarse en desmantelar las mafias que los comercializan. Sin ellas, baja la demanda y, por tanto, el raponeo en las calles.

Eso es lo que se hace en países como Chile. En lugar de prometer “investigaciones exhaustivas” para cada delito, las denuncias llevan a indagaciones ágiles y, si se trata de un crimen menor y no se encuentran pruebas, se archiva el caso y se avisa al denunciante. Con el tiempo y los recursos ganados, los fiscales pueden llegar a más zonas del país y perseguir a los capos. Y estudiar a fondo los homicidios, violaciones, secuestros, robos masivos de dineros públicos y otros delitos graves que los fiscales colombianos no tienen tiempo, ni incentivos, para indagar. Por eso allá el 75% de las pesquisas por homicidio terminan en acusación formal, mientras que aquí la cifra es 10%.

Defender el statu quo —esa reacción refleja del procurador— implica mantener la impunidad, la inequidad y la criminalidad actuales. Aunque populista, no creo que la idea sea tan popular.

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