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The dangers of the revocation of the Congress

From outrage to cool head.

El Senador Camilo Romero propone reformar la Constitución para que se permita revocar el Congreso en situaciones como la actual, en las que se encuentre deslegitimidado y desprestigiado. Esta iniciativa, aunque tenga eco en la opinión pública indignada, debería ser estudiada con mayor detalle, con cabeza fría, porque puede ser problemática. Aquí van dos razones, que apuntan a que discutamos este tipo de propuestas estructurales pensando más en el largo plazo y menos en el calor de la coyuntura.

Primero, porque la posibilidad de revocar el Congreso es riesgosa. Seamos honestos: cada arranque de indignación colectiva vendría con una revocatoria del congreso debajo del brazo. Es cierto, los congresistas nos dan motivos justificados y suficientes para indignarnos y para querer revocarlos todos los días. Pero justamente ese es el problema: esos motivos ya son frecuentes, son comunes, y con la revocatoria acudiríamos a un instrumento extraordinario –con graves consecuencias jurídicas y políticas- para responder a un problema que ya es ordinario. Además de lo poco transparente que ya es, el Congreso podría convertirse en una institución frágil e inestable.

Además –y este es el segundo punto- la revocatoria no resuelve el problema de fondo. En 1991 se revocó el Congreso, con la idea de que la nueva Constitución serviría para depurar las costumbres políticas y se daría una renovación en el Capitolio. Todo fue una ilusión. A finales de ese año los Gerlein, los Name, los López, los Valencia no solo volvieron a sus curules, sino que llegaron para quedarse. Después de la revocatoria no fue mucho lo que cambió. ¿Queremos revocar al Congreso para después elegir a los mismos?

El problema de fondo radica en la exclusión y en las costumbres políticas clientelistas del sistema. Con la revocatoria solo estaríamos resolviendo el efecto y no la causa del problema. Revocaríamos al Congreso y luego… tendríamos que hacerlo nuevamente, porque el problema seguiría intacto.

La combinación de estas dos razones me lleva a pensar que el camino debe ser otro. Primero, como ciudadanos, debemos empezar por reconocer que tenemos nuestra dosis de culpa en los problemas del Congreso. Al fin y al cabo, nosotros lo elegimos. Segundo, debemos canalizar la indignación a través de mecanismos con los que ya contamos y que no son tan riesgosos para la estabilidad institucional. En otras palabras, antes de revocarlos, debemos pensar primero en pasarles la cuenta de cobro a los congresistas en las elecciones.

Es cierto que es necesario incluir unas ciertas “válvulas de escape” para, en momentos de crisis política, recuperar la legitimidad de las instituciones (revocatoria, adelantamiento de elecciones, etc.). Sin embargo, estos mecanismos deben ser completamente extraordinarios y deben ir acompañados de reformas del sistema político que resuelvan el problema de fondo.

La indignación y las iniciativas ciudadanas deben entonces reorientarse. Ojo, no apagarse. Debemos convertir la indignación en reflexión, e impulsar reformas del sistema electoral que resuelvan los problemas de fondo y que aumenten la rendición de cuentas del Congreso: que lleven a que los ciudadanos seamos más vigilantes y pidamos más información, y a que los congresistas estén más obligados a dar explicaciones y a justificar sus decisiones. Una propuesta interesante, que debe ser puesta sobre la mesa y discutida, es la del Senador Sudarsky de implementar un sistema electoral mixto. Este sistema generaría una relación más cercana entre representantes y representados porque, entre otras cosas, tendríamos más claro cuál es el congresista de nuestro distrito electoral y por lo tanto a quién le debemos pedir información y pasar las cuentas de cobro.

La indignación y las iniciativas ciudadanas deben llevar al fortalecimiento de las instituciones, no a ponerlas en riesgo, no a hacerlas más frágiles. La propuesta del Senador Camilo Romero, bien intencionada, corre el riesgo de seguirle el juego a otras iniciativas que buscan aprovechar la indignación para, en lugar de defender la Constitución, reemplazarla por una que no incomode tanto a algunos. A esto suenan las propuestas de asambleas constituyentes.

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