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The impotence of words
In society and people’s life there’s unfortunate moments in which differences and conflicts are resolved through aggression. Hence, usually the strongest or the one with more power wins.
Por: Mauricio García Villegas | October 2, 2009
EN LA VIDA DE LAS SOCIEDADES —Y DE las personas— hay momentos desafortunados en los que los conflictos y las diferencias se arreglan a las patadas: gana el que más fuerza o más poder tiene.
En Colombia esos momentos son muy frecuentes. Cuando de resolver conflictos se trata, en este país nunca han sido muy importantes los argumentos y las razones. Pero tengo la impresión de que últimamente ese penoso defecto nacional se ha agravado. Ya no se discute y en las raras ocasiones en las que eso ocurre, el resultado del debate no influye en las decisiones que se toman. Tener buenos o malos argumentos en una discusión política es casi tan irrelevante como saber de filosofía en un reinado de belleza.
Veamos, por ejemplo, lo que sucede en el Congreso. En teoría ese es el sitio por excelencia del debate democrático. Pero, en la práctica, allí nadie argumenta; peor aún, nadie espera que alguien argumente. Lo único que importa son los resultados, es decir, las votaciones. ¿O alguien me puede mencionar un discurso en el Congreso, uno solo, en los últimos seis años, que haya sido determinante para cambiar la manera como la mayoría de los congresistas querían votar? Ninguno.
Los congresistas están por supuesto dispuestos a cambiar su voto, pero no por argumentos, sino por cálculos electorales. La política es un regateo entre facciones políticas. Un detalle simple ilustra lo que digo: ¿ha visto usted cómo la suerte de las leyes se decide durante el día, cuando los congresistas negocian en los pasillos del Congreso? Cuando llega la hora de la votación, en la noche, sólo se ratifica lo que ya se había consumado durante el día. Antes de que voten, ya se sabe cómo van a votar. El Congreso funciona como una notaría a la que se acude para firmar, no para oír razones o para debatir.
Por eso el Congreso se parece más a un mercado que a un foro de discusión. Como los argumentos para votar no cuentan, nada de extraño tiene que los negociadores cambien de partido como quien cambia de proveedor. El transfuguismo es la ley del mercado: ahora vendo manzanas chilenas, mañana papayas hawaianas y pasado mañana juguetes tóxicos, poco importa. Si hay compradores, hay negocio y esa es la voz del pueblo. El partido es un eslogan publicitario, no un credo político. La afiliación es una patente de corso, una licencia para vender, para negociar. Por eso, este no parece ser el año del debate por la Presidencia de la República, más bien parece ser el año de las componendas por la Presidencia.
Así han sido votadas, a las patadas, las dos leyes de referendo para la reelección. La falta de escrúpulos no tiene límites; hace poco se propuso cambiar el censo electoral, crear un alto tribunal de justicia que sustituya a la Corte Suprema y suspender la Ley de Garantías. ¿Que son propuestas atrabiliarias? Por supuesto que sí, pero ¿qué importancia puede tener eso cuando no hay debate? Ni siquiera la ausencia de debate es motivo de debate.
Como decía el poeta Rafael Alberti, hay ocasiones en las que las palabras no sirven, son palabras… “manifiestos, artículos, comentarios, discursos / humaredas perdidas, neblinas estampadas / qué dolor de papeles que ha de barrer el viento…/ Siento esta noche heridas de muerte las palabras”.