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The judge and Firavitova’s widow
I was disciple of Alberto Rojas. A disciple was how the new judge of the Constitutional Court called those who attended his classes of procedural law. “You know who my reflectors are?” asked Rojas during the mendacious radio interview in which he denied the support of Zulema Jattin. “My disciples: I have nothing else.”
Por: César Rodríguez-Garavito (Retired in 2019) | May 7, 2013
De Alberto Rojas fui “discípulo”, como llama el nuevo magistrado de la Corte Constitucional a quienes pasamos por sus clases de derecho procesal. “¿Sabe cuáles son mis reflectores?”, preguntó Rojas en la mendaz entrevista radial en la que negó el apoyo de Zulema Jattin. “Mis discípulos: no tengo nada más”.
Ahora mi antiguo profesor está bajo otros reflectores: los de la prensa y la opinión pública, que siguen esperando una respuesta satisfactoria a las graves acusaciones de evasión de impuestos, robo de una indemnización a una viuda y cercanía con sectores de la parapolítica. Pero creo que hay que verlo bajo la luz que prefiere: la de un abogado litigante que “ha entregado 27 años a la academia; por mi corazón han pasado 37 promociones de abogados”, como dijo en la W. Así, bajo ese reflector, se perfila la triste sombra que trae consigo a la Corte Constitucional.
Recuerdo a Rojas como un buen profesor. Siempre con el Código de Procedimiento Civil en la mano, llegaba a clase con el mismo caminar quedo que se le vio la semana pasada, al salir por la puerta de atrás del Palacio de Nariño para evadir las cámaras tras su posesión relámpago. Con la voz suave y pausada que ahora conoce el país, con los mismos ojos somnolientos, impartía sesiones serenas que nos guiaban por los vericuetos de los procedimientos, los plazos y las apelaciones.
Creo que Rojas era buen profesor precisamente porque era circunspecto. Lo suyo eran las minucias jurídicas que anestesian los sentidos de muchos, pero sin las cuales el Estado de derecho sucumbiría ante el vértigo de la política y el poder económico. Por eso la justicia debe ser así también: prudente y alejada de las veleidades del clientelismo y la riqueza; por eso tiene una venda sobre sus ojos. Rojas, el profesor, encajaba en este molde.
No le faltaba sentido del humor. Recuerdo que condimentaba sus explicaciones con ejemplos vívidos. Con una frecuencia que hoy me parece trágica, invocaba un personaje ficticio al que llamaba “la campesina de Firavitova” para ilustrar casos que involucraban a una persona humilde. Lo trágico es que aquellas lecciones ocurrían en 1992, alrededor de la época en que Rojas fue abogado de una modesta mujer de Funza, cuyo esposo murió en un accidente de tránsito y reclamaba ante la justicia la indemnización para ella y sus hijos. Hoy, la viuda de Funza (¿la campesina de Firavitova?) sigue pidiéndole a Rojas que le entregue la indemnización que éste cobró en oscuras circunstancias.
Veinte años después, la transformación del maestro taciturno en jugador político y controvertido magistrado, tiene lamentables consecuencias. Desdibuja los linderos entre el derecho y la política, que sostienen la legitimidad de la justicia y venían diluyéndose a medida que el clientelismo se tomaba el Consejo de la Judicatura y daba pasos en la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Y difumina la importancia de la moral en el ejercicio del derecho y la judicatura.
Por supuesto, Rojas goza de la presunción de inocencia. Pero debe explicaciones detalladas y convincentes. Porque lo que está en juego es el Estado de derecho, que en Colombia se ha logrado mantener, a diferencia de muchos países de América Latina, gracias a un Poder Judicial independiente y pulcro, que ha dirimido imparcialmente las disputas políticas, como lo hizo la Corte Constitucional en el fallo sobre la reelección.
Criticando a otro candidato, mi exprofesor dijo en la radio unas palabras que hago mías, salvo la redundancia: “Yo no sé si es que mi axiología ética es demasiado extrema, pero así no se llega a una alta Corte”.