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The love of one’s country
The author shows how the concept of “patria” or native country, can be utilized as a political symbol that evokes an excessive plan, different from constitutionalism, that looks not only to transform citizens’ behaviour, but also its souls and beliefs.
Por: Mauricio García Villegas | June 13, 2006
La Patria, esa palabra que los niños aprenden en clase de cívica y que los introduce en los arduos asuntos del poder y de la sociedad; esa palabra que hoy está de moda en Colombia y que tiene una apariencia amable y acogedora, como una madre, también tiene una historia cargada de fanatismo y violencia. El vocablo patria es de uso frecuente en los grandes proyectos radicales tanto de izquierda como de derecha. Empezando por el de los revolucionarios franceses, miembros del partido patriota, que instauraron en 1793 el terror en nombre de la virtud. El de Francisco Franco, conocido como “el último gran patriota de España” y como “el enviado de Dios, hecho caudillo”. El de Rafael Leonidas Trujillo, el dictador la República Dominicana, al que llamaban ?el Benefactor de la Patria y el Paladín de la Democracia?. El del partido comunista peruano llamado Patria Roja, e incluso el de las Farc, que predican la lucha “contra el imperialismo, por la Patria, contra la oligarquía y por el pueblo”.
En todos ellos, y en muchos otros, la patria evoca proyectos desmesurados que buscan no solo transformar los comportamientos de los ciudadanos, sino también sus almas y sus creencias. Y si esa transformación no se consigue, morir por la patria no está de más. Más aún, es un privilegio, como decía Rouget de Lisle.
El patriotismo pretende que extendamos el afecto que tenemos por la tierra y la cultura en la que nacemos, a las instituciones políticas, al Estado, a los presidentes, al Ejército. Esta transferencia de amores es, por decir lo menos, extraña; como lo es el amor de los obreros por sus patronos. O si no es extraña, es inconveniente, como lo es el amor del esclavo por amo, o el del campesino por el gamonal.
El Estado constitucional no necesita del amor de los ciudadanos. Tan solo necesita que estos respeten las leyes, que participen en la vida política y, a lo sumo, que sean solidarios en momentos de crisis. El resto, la felicidad y el amor, deben hacer parte de la sociedad y de la vida privada.
Por eso, el lenguaje de la democracia constitucional es un lenguaje moderado. Más que de sociedades acabadas, habla de reglas de juego a partir de las cuales la sociedad decide a cuáles proyectos de vida quiere adherir. A través de procedimientos, la democracia constitucional prefiere el pluralismo y el debate de ideas sobre los ideales acabados. Por eso, su discurso es prudente, casi escéptico. Como lo era el de los grandes inspiradores de la democracia occidental ?Locke, Madison, Montesquieu, Tocqueville?, quienes idearon instituciones para limitar los males de las pasiones humanas, no para construir el cielo en la tierra.
La arenga patriota, en cambio, está emparentada con lo metafísico, con lo trascendental, con lo moral. No es extraño, entonces, que los patriotas invoquen a Dios, a la Virgen María, a la Voluntad General, al pueblo, o al Materialismo Dialéctico.
No solo el lenguaje y los fines del proyecto patriota son contrarios al proyecto constitucional. También lo son sus medios. A la hora de construir un país democrático, los patriotas necesitan más ejércitos que jueces; más caudillos que intelectuales, más escribientes que historiadores, más locutores que periodistas, más propaganda que arte. Justo la contracara de los requerimientos constitucionales.
Es cierto que en un país tan escaso de símbolos de unidad nacional como Colombia, la idea de patria y de patriotismo despierta un sentimiento de unidad que en algo mengua el individualismo indómito al que estamos acostumbrados. También nos saca de la rutina que nos impone el nacionalismo consumista, frívolo y perecedero del deporte o de los realities. Pero para vencer estos males no tenemos por qué caer en el romanticismo patriotero que, además de peligroso, nos toma por niños que estudian cívica en una escuela primaria.