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The need for a “democratic justice” in Colombia
The credibility of Colombia´s democracy is still on trouble. What is understood as “democracy” is the system through which citizens could reach regular, fair, clean and transparent elections, as well as the possibility for manifesting their political preferences and elect their leaders. For there to exist a real democracy in Colombia it´s required first that the elections are clean.
Por: Diego E. López Medina | June 2, 2007
La democracia colombiana continúa teniendo serios problemas de credibilidad. Se entiende por “democracia” al sistema en que los ciudadanos pueden acudir a elecciones regulares, justas, limpias y transparentes a manifestar sus preferencias políticas y con ellas a elegir a mandatarios que deberán desempeñar misiones de dirección y coordinación social. Para que exista una verdadera democracia se requiere, primero, que las elecciones como tales sean limpias. Pero esta condición ni basta ni es la más importante: se requiere, además, que los partidos políticos que se presentan a esas elecciones sean también limpios y transparentes de manera que los ciudadanos puedan confiar en que su comportamiento será honorable en todas sus actividades institucionales y no solamente en su comportamiento electoral. La “justicia electoral” colombiana actualmente existente se concentra de manera desmedida (y poco eficiente) en problemas que afectan exclusivamente al evento electoral. Los procesos electorales son todos “individuales” en el sentido de que es posible que alguien gane o pierda la curul, pero sin llegar nunca al análisis institucional del comportamiento y de las responsabilidades del partido. Como consecuencia de esto, los partidos políticos no tienen una vigilancia imparcial y responsable que los ronde adecuadamente. No cuentan, pues, con incentivos para comportarse de manera honorable y limpia a lo largo del proceso democrático. Necesitamos pasar de una justicia electoral muy imperfecta (como la que tenemos hoy) a una verdadera “justicia para la democracia”.
Los partidos políticos se construyen para influir en la opinión pública y para ganar elecciones. Este comportamiento competitivo es deseable, pero debe enmarcarse en estrictos límites legales y éticos para darle contenido real a la idea de democracia. Cuando los partidos no tienen límites y responsabilidades, cuando el objetivo de ganar el poder político se impone brutalmente, la democracia deja de ser un sistema de tramitación pacífica de las controversias sociales agregadas y se convierte, en su lugar, en generadora de violencia y fundamentalismo. La experiencia constitucional colombiana es suficientemente diciente al respecto.
Existen tres grandes tipos de problemas graves que exhiben los partidos políticos contemporáneos y que una justicia para la democracia debería poder descubrir y atacar: en primer lugar, los partidos están dispuestos a violar la ley para financiar sus campañas, especialmente cuando las leyes imponen restricciones a las mismas en aras de ampliar la equidad y la participación de todos los ciudadanos y no solamente de aquellos que tienen un músculo financiero fuerte; en segundo lugar, se requiere que los partidos políticos crean en serio en la democracia y que no se constituyan tan sólo en fachadas políticas de movimientos armados que están dispuestos a todo por conseguir el poder; finalmente, se requiere que los partidos, como instituciones, se comporten honorablemente en el proceso electoral, de manera que los ciudadanos puedan expresar sin distorsiones ni manipulaciones sus preferencias políticas.
Mientras que la justicia electoral tradicional no hace mucho para solucionar estos problemas estructurales, es posible que una “justicia para la democracia” sí pueda hacerlo: se trata de organismos (organizados como Cortes Constitucionales o electorales, o Institutos administrativos en materia electoral) que cuentan con mecanismos precisos de acompañamiento a los partidos y que están dispuestos, de manera independiente y creíble, a sancionar a los mismos cuando transgreden las normas fundamentales de la democracia. La experiencia comparada muestra, a manera de ejemplos, la actuación de una “justicia para la democracia” que pretende mejorar el comportamiento y la responsabilidad institucional de los partidos.
Así las cosas, por ejemplo, las normas de financiación de partidos siguen siendo un hazmerreír en Colombia. En México, en cambio, el IFE y el Tribunal Federal Electoral investigaron e impusieron multas cuantiosas al PAN y al PRI por la financiación ilegal de sus campañas mediante recursos del erario púbico (el llamado Pemexgate) y mediante la aportación oculta y por encima de los topes legales (en el caso de los “Amigos de Fox”).
Estas nuevas formas de justicia electoral igualmente se han adentrado en la vigilancia del compromiso con la democracia de los partidos políticos: recuérdese la proscripción que hizo la justicia española en el 2003 de Batasuna por sus vínculos con ETA. En tal caso se le reprochó al partido político, fundado en 1930, la integración político-militar con una organización que, finalmente, descreía de las reglas del juego democrático.
El último caso que vale la pena mencionar es de apenas la semana pasada: el 30 de mayo la Corte Constitucional de Tailandia inhabilitó, no a un político individual, sino a un partido entero (incluyendo 111 de sus parlamentarios), por la comisión de irregularidades en las elecciones del año pasado: la Ley exigía la participación de un número mínimo de partidos que fueron “comprados” por el mayoritario para así poder ganar las elecciones.
Una última precaución: todos estos ejemplos son, por supuesto, polémicos. Los políticos y partidos involucrados siempre podrán ofrecer contra-argumentos para demostrar que se trató de una persecución política (como lo han afirmado en México y España), que los jueces en Tailandia no son verdaderamente independientes (al fin y al cabo hubo un golpe de estado militar recientemente) y, en fin, que la adscripción de responsabilidad y los castigos impuestos presentan también riesgos a la democracia. Toda esta discusión es aceptable. Lo que no puede seguir ocurriendo, como pasa en Colombia, es que el estado no cuente con mecanismos de control y acompañamiento de los partidos y que no se puede asignar responsabilidad institucional. La Constitución le ha dado un monopolio de la democracia a los partidos: va siendo hora que cumplan las obligaciones correlativas a los derechos que la democracia colombiano les ha dado. Todos sabemos que los partidos políticos colombianos tienen de los tres tipos de defectos que he enunciado y, a pesar de ello, nadie parece siquiera pensar que eso sea malo para la democracia.
Postscriptum. En su última columna, mi buen amigo Javier Tamayo ha incursionado de nuevo en la teoría del derecho. En ella afirma que le tengo “aversión a la ley” y dice probar tal afirmación haciendo referencia a mis textos. Creo que Javier se equivoca de medio a medio como espero argumentar en mi próxima contribución a Ámbito Jurídico. Por ahora ofrezco a los lectores un adelanto de mi respuesta al blanco móvil en el que se ha convertido Javier: al comienzo de nuestro debate su posición era claramente favorable al literalismo acontextual (en términos de Dworkin) y yo, por oposición, defendía una comprensión del derecho a partir de principios. Ahora acepta mi posición principalista y trata de caracterizarme, sin justificación alguna, como un verdadero nihilista jurídico que le tengo aversión a la ley. Yo afirmo lo que dicen mis textos y no lo que Javier los hace decir a través de un excesivo celo polémico. Una interpretación adecuada es aquella que es capaz de detectar el punto central de una obra, de una norma, de un sistema jurídico. Decir, por tanto, que el punto central de mi obra es el escepticismo o el nihilismo jurídico es prueba plena de que Javier sigue siendo un lector de frases y no de argumentos. Una lectura de mi producción desmiente esa afirmación. Lamento que el “acontextualismo” interpretativo (ya no de la ley, sino de mis pobres libros) de Javier esté marchando tan aceleradamente hacia el dogmatismo y hacia la caracterización poco caritativa de quienes todavía lo admiramos.