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The rebellion of the trees

The revolt that has Turkey on edge shows, once more, that governments do wrong by underestimating environmental protests.

La revuelta que tiene en vilo a Turquía muestra, una vez más, que los gobiernos hacen mal en subestimar las protestas ambientales.

Todo comenzó por unos cuantos árboles.

Agazapados en el medio de la noche, los buldózeres se alistaban a arrancar los últimos árboles que quedaban en el contaminado centro de Estambul. ¿La razón?
Darle paso a un vasto centro comercial que el gobierno de Tayyip Erdogan quería sumar a su plan de convertir la ciudad en el Miami del Medio Oriente. La represión violenta contra los que salieron a impedir la tala provocó una ola de protestas, que hoy es un movimiento más amplio contra el autoritarismo asfixiante del Gobierno.

No es la primera vez que el derribamiento de árboles amenaza con llevar al suelo al gobierno que lo causa. Carl Pope, exdirector del Sierra Club, recordó que el declive del régimen de Charles Taylor en Liberia comenzó con las sanciones internacionales contra el negocio del dictador con el corte ilegal de madera. En India, los campesinos del movimiento chipko, que inventaron la estrategia de abrazar los árboles para evitar su tala, fundaron el ambientalismo del Tercer Mundo y pusieron en aprietos al gobierno de Indira Gandhi hace cuarenta años.

El efecto político de los árboles y el medio ambiente viene de tres fuentes. Primero, en un mundo privatizado, son el símbolo de lo que nos queda en común. Los árboles (y el agua, la selva, los océanos) son la última frontera de la propiedad privada. Por eso están en la mira de gobiernos y empresas que planean convertir parques en centros comerciales, o yacimientos de agua en minas de oro. Por eso se levantaron los ciudadanos turcos, como lo hicieron también los tolimenses la semana pasada contra los proyectos auríferos de Anglo Gold Ashanti.

Segundo, la defensa del medio ambiente es una causa que comparten ciudadanos de todo tipo, desde los campesinos hasta los estudiantes, pasando por los conservadores y religiosos. No cabe en las divisiones convencionales entre izquierda y derecha, ni entre liberales y conservadores.
Eso explica que las protestas ambientales tengan en problemas a gobiernos de signos contrarios. En Ecuador, una de las pocas fuerzas de oposición eficaces que quedan contra Correa es el movimiento indígena contra la explotación petrolera en la Amazonia. Algo parecido le sucede al gobierno de Dilma Rousseff (cuyo dolor de cabeza es el movimiento contra las represas en el Amazonas), al de Evo Morales (que no sabe cómo enfrentar la oposición contra una carretera en el parque Tipnis) y al de Daniel Ortega (por el proyecto descabellado de un canal que corte en dos a Nicaragua). Por la derecha, a Sebastián Piñera lo tomó por sorpresa la explosión ciudadana contra la represa de HidroAysén en la Patagonia chilena. Por el centro, los conflictos socioambientales en Perú son el dolor de cabeza de Humala, mientras que en Colombia aumentan las manifestaciones como las de Santurbán y el Tolima.

Tercero, las protestas ambientales son eficaces —y pueden disparar movimientos más amplios, como en Turquía— porque la generación de las redes sociales es la misma que tiene conciencia, por primera vez, de la crisis ambiental y la finitud del planeta. Por eso las noticias y las acciones sobre el medio ambiente se difunden con la rapidez de los trinos.

Ahí está la lección de Turquía. Haría bien en tomar nota el Gobierno antes de abrirles paso a nuevas talas de árboles, como las que vendrán cuando se reabra la ventanilla de títulos mineros en dos semanas, o se considere la desventurada idea de permitir la minería en la Amazonia.

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