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The weakness of a strong state
The great majority of Colombians chose Alvaro Uribe as their president because they wanted a strong state. That state ended the idle pursuit of peace with subversion and ended the unworthy situation of the people by putting them into a relaxed atmosphere. After two years of Uribe government, the dignity of the state has once again found itself at rock bottom, this time caused by the process of peace of the Holy Faith of Ralito. Before the paramilitary, the Uribe government seemed as weak as or weaker than that of Pastrana in front of guerrilla warfare. Where is this promise of a strong state?
Por: Mauricio García Villegas | October 1, 2004
La gran mayoría de los colombianos eligió a Álvaro Uribe como presidente porque quería un Estado fuerte. Un Estado que diera por terminados los devaneos del proceso de paz con la subversión y la situación de indignidad en que nos había puesto la zona de distensión. Luego de dos años del gobierno Uribe la dignidad del Estado se encuentra de nuevo por el suelo, esta vez a causa del proceso de paz que se sigue en Santa Fe de Ralito. Ante los paramilitares, el gobierno de Uribe parece tanto o más débil que el de Pastrana frente a la guerrilla. ¿Dónde quedó entonces la promesa del Estado fuerte?
Los presidentes en Colombia suelen tener una visión más política que estatal del poder que ejercen. Piensan que al Estado se llega para eliminar a quienes consideran sus enemigos, que para ellos son los enemigos de la sociedad. A eso se reducen sus objetivos de paz y de fortalecimiento institucional. La idea de someter a quienes tienen tanto poder como el Estado mismo, y que, en principio, no se consideran como enemigos, no cuenta como fortalecimiento institucional. Más aún, el Estado necesita de estos poderosos no-enemigos para mantener su modelo de paz e institucionalidad. Como se piensa que lo institucional no va más allá del establecimiento del orden, los gobiernos negocian, delegan o relegan en esos otros poderosos no-enemigos la función de pacificar las regiones apartadas del país.
En los tiempos de la colonia el Estado español sólo controlaba los comportamientos sociales de quienes vivían en los centros urbanos. Dicha incapacidad se compensaba con la labor de la Iglesia, la cual tenía un mayor poder para incidir en la parte interna y periférica del tejido social. Así se creó una especie de división del trabajo político entre el Estado, que controlaba los hechos o el “comportamiento externo”, y la Iglesia que dominaba las almas o el “comportamiento interno”. Pero con la independencia la labor de la Iglesia se fue paulatinamente desdibujando y entonces empezó a ser sustituida por otros actores sociales tales como los gamonales, los caciques y las oligarquías locales. Durante años, por no decir siglos, estos intermediarios han cumplido la función de imponer un cierto orden e incluso una cierta equidad social en localidades en las cuales el Estado no llega o no quiere llegar.
La historia reciente muestra los mismos intermediarios de siempre pero enriquecidos por el narcotráfico y envalentonados por las armas. Aunque, a decir verdad, ni las armas ni la conexión con la economía ilegal o semiilegal es nuevo en los intermediarios. Ahí están los de la bonanza del caucho y los esmeralderos como ejemplos.
Así la historia se repite: desde cuando Bolívar negoció con el general Páez para salvar su proyecto de la Gran Colombia, hasta los guerrilleros del Caguán y los paramilitares de Santa Fe de Ralito, pasando por los llamados “supremos” de mediados del siglo XIX, los chulavitas de la Violencia y el Pablo Escobar de la Catedral, el Estado, por voluntad, por presión, por conveniencia o por negligencia cede territorios, poderes, prerrogativas, dinero, todo, con tal de mantener una precaria estabilidad en los territorios que no controla, que son la mayor parte del país.
Pero un Estado fuerte no es un Estado que simplemente se contenta con la paz del envío de tropas o con la delegación de funciones en los intermediarios. Un estado fuerte es un Estado que crea institucionalidad, y para ello se requiere de por lo menos dos cosas: primero, poder imponer sus decisiones ante cualquier poder o persona, incluso por la fuerza si es necesario, esto es, lograr aquello que Hobbes llamaba el imperium y, segundo, poder obtener reconocimiento y legitimidad de la población, incluso cuando se usa la fuerza para someter a los insumisos. La primera es una “capacidad de imposición” mientras que la segunda es una “capacidad de legitimación”. Ambas son necesarias para crear un Estado democráticamente fuerte. Pero claro, eso toma tiempo y es más costoso económica y políticamente.
El gobierno se preocupa más por ganar la guerra en el campo de batalla que por construir instituciones fuertes en la mente y en el comportamiento de los colombianos. Debería preocuparse por ambas cosas. No sea que pierda la primera por culpa de no lograr la segunda.