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Why the colombians do not criticize?

Let me start with explaining the question.

¿Cómo así que los colombianos no criticamos? ¿Y qué hay de todo el tiempo dedicado a rajar del prójimo por teléfono, en la oficina, en las cafeterías o en los comedores familiares? Si a eso se suman las horas invertidas en quejarse en privado contra todo —el Estado, el clima, el tráfico, Chávez, Estados Unidos, etc.—, pareciera que aquí no nos quedamos atrás a la hora de criticar.
Pero no me refiero a esta crítica privada. Lo que es escaso es la crítica pública, esa que se hace de frente y con argumentos, y no en la voz baja del chisme. La prueba reina es la exasperante bobería de “la crítica” profesional en el país, esa que se supone deberían hacer los críticos a sueldo —de películas, de libros, de arte, de restaurantes— en los medios de comunicación.
Pues bien: estos escrutadores de profesión hacen de todo menos criticar. Basta ver cualquier reseña “crítica” en un periódico: aquí a ninguna película se le niegan las tres estrellitas que la catalogan como “buena”, todos los libros son “interesantes”, y el adjetivo más duro contra un restaurante es “ecléctico” o “minimalista”.
Todo lo cual, claro, hace que las reseñas sean absolutamente inútiles porque no cumplen la única función que tienen: distinguir lo bueno de lo malo. Como ningún crítico se atreve a decir que la comida de un restaurante es pésima o que los meseros tienen la amabilidad de un funcionario de la Registraduría, no hay forma de saber si el lugar es un chuzo con precios astronómicos o una maravilla culinaria. Y da casi lo mismo un clásico del cine que una comedia romántica de Hollywood.
Si esto fuera un problema del gremio de los críticos culturales, no habría por qué gastarle tinta. Pero creo que es un asunto endémico en la sociedad colombiana. Basta ver lo floja y escasa que es la crítica entre los académicos. De hecho, casi ninguno escribe reseñas críticas sobre los libros de los colegas. Lo que parece más frecuente es una especie de pacto de melosería y desdén mutuo: yo no te leo, tú no me lees, yo te alabo o te critico “pasito”, tú no respondes mis críticas pero sí mis elogios, y todos contentos.
Me dirán que nada de esto tiene importancia y que hay que hablar de temas “serios” como la guerra, la política o la economía. Así lo han comentado algunos lectores de otras columnas en las que he intentado hacer sociología de la vida cotidiana.
Replico acudiendo a lo que escribió Héctor Abad recientemente en este diario. Decía Abad, con razón, que el problema es el contrario: que tanta gente piense que los únicos temas serios son la reelección, la guerra o el escándalo de corrupción de turno. El resultado es que las páginas de opinión están repletas de columnas similares sobre temas idénticos (¿cuántas se han escrito sobre la Reelección I y la Reelección II?).
La propuesta de Abad es acudir a la literatura, esa fuente inagotable de temas, ideas y autores. Mi propuesta es hacer sociología de la vida cotidiana. Al fin y al cabo, para entender un país es igual de importante saber por qué sus ciudadanos se matan (o se reeligen) unos a otros que saber por qué evaden impuestos, se divorcian, dejan la religión o emigran a otros países.
Para volver al tema concreto, lanzo una hipótesis: la falta de crítica abierta en Colombia ayuda a explicar por qué tantos conflictos que se podrían resolver por vía de la confrontación pública de argumentos terminan en un chisme, un tutelazo o, en el peor de los casos, un balazo.
Espero críticas.

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