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¿Equidad informativa vs. libertad de prensa?
Por: Dejusticia | febrero 3, 2006
Sin libertad de expresión y sin derecho a la información no existe realmente democracia. Y sin libertad de prensa tampoco hay libertad de expresión. Por ello, la censura estatal a los medios de información es censurable. Pero de ahí no se sigue que mientras menos regulados estén los medios de comunicación, mejor será para la libertad de expresión y para la democracia.
Estas reflexiones surgen debido a que en las últimas semanas, los grandes medios han cuestionado severamente al Congreso y a la Corte Constitucional, pues consideran que estos órganos han establecido una forma sutil de censura.
El origen de la controversia es el artículo 25 de la Ley de Garantías, aprobado por el Congreso y que fue declarado constitucional por la Corte, el cual establece que los operadores de radio y televisión tienen el deber de cubrir las elecciones respetando el pluralismo y el equilibrio informativo. Y que si no lo hacen, entonces el Consejo Nacional Electoral, junto con la Comisión Nacional de Televisión, podrían tomar ciertas medidas para reestablecer dicho equilibrio.
Según los representantes de los medios, como Asomedios, ese mandato es riesgoso y posibilita la censura, pues permite al Estado imponer determinados contenidos a los programas de radio y televisión, con el argumento de que hubo un desequilibrio informativo. Pero ¿realmente dicha regulación equivale a una forma de censura?
La respuesta a esa pregunta depende, en gran medida, de la visión que se tenga del papel de la libertad de información en una democracia.
Si uno piensa que el asunto es simplemente garantizar que las personas puedan expresarse sin trabas, a fin de que exista un «libre mercado de las ideas», según la sugestiva expresión del constitucionalismo estadounidense, entonces es razonable concluir que una regulación que imponga a los medios el deber de asegurar un equilibrio informativo en las elecciones puede ser una forma de censura, ya que podría obligarlos a divulgar una información que no desean libremente publicar.
Sin embargo, esa visión de la libertad de expresión está en cierta medida atrapada en el mito del periodismo independiente del siglo XIX, personificado por Nariño publicando «La Bagatela», para difundir ideas libertarias. Se trata entonces de una concepción puramente liberal e individualista de la libertad de expresión, la cual ve al Estado siempre como un enemigo potencial de dicha libertad y prácticamente como su único enemigo. La prensa es entonces presentada como el cuarto poder que controla los eventuales abusos de los tres poderes estatales. Se trataría de un verdadero contrapoder a favor de la libertad.
La realidad contemporánea es, empero, un poco distinta. Hoy los grandes medios no sólo suelen estar asociados a grupos económicos determinados, sino que además están sometidos a los imperativos del mercado. Y esto tiene al menos dos consecuencias graves.
De un lado, la búsqueda de audiencia y pauta publicitaria ha tendido a degradar la calidad de la información política suministrada por los medios, pues los programas serios suelen ser costosos de producir y tienden a no ser muy populares. En el cubrimiento de las campañas, la imagen tiende entonces a desplazar el análisis de los contenidos de programas de los partidos, como lo muestra el siguiente dato: en Estados Unidos, en 1968, los informativos televisivos permitían que un candidato se expresara ininterrumpidamente unos 50 segundos, que es un tiempo muy breve, pero que permite articular una idea; en 1988, ese tiempo se redujo a nueve segundos. Ya no hay presentación de ideas, sino divulgación de imágenes y eslóganes.
De otro lado, la presencia de grandes medios de comunicación, muchas veces asociados a intereses económicos o políticos, impide que todas las ideas e informaciones tengan la misma posibilidad de circular libremente. Y es que las desigualdades económicas y políticas se traducen inevitablemente en desigualdades de poder comunicativo, si no existe una regulación compensadora del Estado. La metáfora del libre mercado de las ideas y la visión liberal individualista no toman entonces en consideración esas evidentes asimetrías de poder que existen en el mercado de la información.
En esas condiciones, la ausencia total de regulación estatal sobre los medios no es deseable en el mundo contemporáneo, pues lejos de favorecer la labor de contrapoder de la prensa y la existencia de un debate democrático vigoroso, tiende a producir una información política sesgada y banalizada. Y, por ende, no hay ciudadanos informados, capaces de conocer las distintas perspectivas políticas, lo cual afecta gravemente el vigor y la equidad de la democracia. La berlusconización (por darle algún calificativo a ese fenómeno) de la democracia italiana es tal vez el mejor ejemplo de esos riesgos. Pero no es el único: a Ronald Reagan, conocido por su buen manejo de los medios, una vez le preguntaron que cómo había podido llegar a ser Presidente habiendo sido actor. Su respuesta es reveladora: «¿Cómo -dijo Reagan- podría haber llegado a ser Presidente sin haber sido actor antes?»
Todo esto muestra que el derecho a información es algo más que la libertad desregulada de los medios. Las regulaciones estatales destinadas a buscar seriedad y equidad informativa en el cubrimiento electoral no deben entonces ser vistas como amenazas de censura, sino como desarrollos del derecho a la información, en la medida en que permiten mayor calidad informativa y que se escuchen voces que hoy se encuentran silenciadas por el asimétrico mercado de la información en Colombia. Dichas regulaciones se encuentran aun más justificadas en la radio y la televisión, que usan el espectro electromagnético, que es un recuso público limitado.
El principio del equilibrio informativo del artículo 25 de la Ley de Garantías, lejos de ser una forma de censura, es un desarrollo democrático, por lo cual la Corte acertó en declarar su constitucionalidad. Con esto no quiero decir que estemos frente a una regulación perfecta, pues dicha norma no asegura automáticamente mayor calidad informativa, sino que únicamente promueve el equilibrio, con lo cual podría conducir a una suerte de nivelación por lo bajo en la información política. Todos los candidatos serían equilibradamente cubiertos por los medios, pero equilibradamente trivializados.
Más problemático aun, la norma no precisa en qué consiste el equilibrio informativo, por lo cual no es claro si la cantidad y la calidad de información sobre los candidatos deben ser estrictamente igualitarias o si es posible tomar en cuenta su fuerza electoral; tampoco es claro cómo se debe evaluar el cumplimiento del equilibrio, ni cuáles son los mecanismos concretos para restablecerlo en caso de que fuera vulnerado. Esos defectos son serios, pues el debido proceso exige que dichos criterios estén en la ley y sean conocidos previamente por los medios. Sin embargo, esas deficiencias no invalidan la importancia del principio. La discusión se debería entonces orientar a superar dichas deficiencias, en vez de defender una mítica autorregulación de los medios.