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¿Es inconstitucional el TLC?

¿Qué pasa si el TLC viola la Constitución colombiana? César Rodríguez advierte sobre esta posibilidad y las consecuencias que tendría para el TLC.

En medio de las carreras para firmar el TLC cuanto antes, tanto el equipo negociador del gobierno como los juiciosos analistas que han seguido el tema han pasado por alto una pregunta elemental: ¿es constitucional el TLC? La pausa al final de la séptima ronda de negociaciones, celebrada en días pasados en Cartagena, deja un momento para pensar en este punto esencial.

Como la sola mención de la Constitución provoca la crítica automática de algunos economistas que acusan de «burrisconsultos» -la expresión es de Rudolf Hommes- a quienes osamos objetar la sapiencia matemática de los mercados con la torpeza artesanal del derecho y los derechos, hay que comenzar por justificar la pertinencia del interrogante. La razón práctica, que debería importarles sobre todo a los defensores más entusiastas del TLC, es que si el acuerdo es firmado por el gobierno, iría directamente al Congreso para ser aprobado o rechazado y, en caso de ser aprobado allí, pasaría a revisión de la Corte Constitucional. Y tanto el Congreso como, sobre todo, la Corte tienen que examinar con lupa las obligaciones adquiridas por el país en virtud del TLC, para decidir si violan derechos o normas constitucionales fundamentales. Basta recordar el fallo famoso de la Corte, de 1993, que declaró inconstitucional buena parte de la ley que aprobó el Concordato -que es un tratado internacional como el TLC, pero con la Santa Sede- por violar normas elementales de la Constitución de 1991 sobre la libertad de cultos y el divorcio. Si el Congreso rechaza el TLC o la Corte declara inconstitucional alguna de sus cláusulas, al gobierno no le quedaría otro remedio que volver a la mesa de negociación para hacer los ajustes necesarios antes de ratificar el tratado. ¿No sería más fácil, entonces, asegurarse desde ya de que el contenido de un eventual TLC cumpla con la Constitución?

Pero como esta razón de política y derecho internos probablemente no convenza todavía a los defensores de un TLC incondicional -ya veo venir la crítica de que esto sólo pasa en Colombia, país de santanderistas-, sólo hay que mirar alrededor para encontrar otros ejemplos de controversias sobre la constitucionalidad de tratados de libre comercio. Para la muestra dos botones, traídos ambos del mundo anglosajón, supuestamente inoculado por la historia contra el virus santanderista. El primero viene del mismo Estados Unidos. La aprobación del Nafta por el Congreso estadounidense, en 1993, no sólo fue precedida de un debate público intenso, sino que dio lugar a uno de los duelos académicos y jurídicos más memorables de los últimos años. El objeto de la disputa no era otro que la pregunta: ¿es constitucional el Nafta?, y los contrincantes eran los pesos pesados del derecho constitucional estadounidense. Bruce Ackerman, de Yale, en la esquina de los defensores de la constitucionalidad del tratado, y Laurence Tribe, de Harvard, del lado de los detractores del Nafta, se enfrentaron en tinglados académicos y jurídicos hasta que, en 1999, un juez dirimió la disputa al decidir que el tratado era constitucional.

El segundo ejemplo acaba de suceder en Australia, durante la culminación de un TLC con Estados Unidos similar al que estamos negociando. Como lo han hecho con Colombia, los negociadores estadounidenses entraron arrasando e imponiendo a Australia cláusulas leoninas sobre propiedad intelectual. Según lo han mostrado estudios de la ONU y la Organización Panamericana de la Salud, dichas cláusulas extienden la protección de las patentes sobre medicamentos más allá de lo que exigen las normas internacionales de la Organización Mundial del Comercio, e impiden el acceso de la mayor parte de la población a medicamentos y tratamientos médicos vitales. Al prohibir el control de precios, aumentar desmedidamente la duración de las patentes y prohibir la producción e importación de medicamentos genéricos, el TLC implicaba transformar Australia -donde el Estado garantiza el acceso universal a la salud desde hace décadas- a imagen y semejanza de Estados Unidos, donde más de 40 millones de personas sin seguro de salud tienen que rebuscarse para cubrir los costos exorbitantes de los medicamentos, o irse de turismo obligado a Canadá a comprar las mismas drogas a precios más bajos.

Contra la voluntad ciudadana, el gobierno australiano firmó el TLC con estas cláusulas, que daban al traste con el sistema público de salud. Cuando el TLC llegó al Congreso australiano para ser aprobado, congresistas y analistas se hicieron la pregunta obligada: ¿pueden los acuerdos de comercio pasar por encima de las leyes que encarnan el contrato social de un país? ¿Podía el gobierno obligarse a violar el derecho a la salud garantizado por la Constitución? Con buen juicio, el parlamento australiano decidió que no, y condicionó su aprobación a la renegociación de las cláusulas sobre propiedad intelectual. El gobierno tuvo que convocar a nuevas negociaciones para solucionar el incidente, y las farmacéuticas estadounidenses -y el gobierno que las representa- tuvieron que moderar sus pretensiones para que el acuerdo finalmente entrara en vigencia el pasado 1 de enero.

Estas razones y ejemplos deberían ser suficientes para que nuestros negociadores se tomaran en serio la Constitución antes de hacer cuentas alegres sobre los beneficios del TLC. Pero hay más. Porque, si sigue como va, el TLC violaría no sólo el derecho constitucional a la salud, sino otras reglas de juego elementales de la vida política y económica del país. Basta mencionar otra perla de la propuesta estadounidense: cualquier reforma tributaria o regulación que afecte a los inversionistas de ese país equivaldría a una expropiación y, por tanto, daría lugar a una indemnización por el Estado colombiano. La cláusula es copiada del tristemente famoso Capítulo 11 del Nafta, con el que las compañías canadienses, mexicanas y estadounidenses les han ganado pleitos a los gobiernos de los tres países, alegando que las normas de protección al medio ambiente les generan costos que implican ‘expropiaciones’ indemnizables. Si se aprueba una cláusula similar en el TLC, ¿en qué quedaría la capacidad del Estado de crear impuestos y regular la economía? ¿Y en qué quedaría el mandato constitucional según el cual «la producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado» si el TLC abre incondicionalmente el sector agrícola a la competencia desleal de los productos estadounidenses subsidiados?

En vista de lo que está en juego, no les vendría mal a los negociadores del gobierno desempolvar el librito de la Constitución al regresar de Cartagena.

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