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¿Es inconstitucional la ira del Presidente?
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | febrero 17, 2007
No estoy para nada de acuerdo con la propuesta de Carlos Gaviria de que el presidente Uribe debería someterse a un examen siquiátrico, debido a sus recientes excesos verbales. Y la razón es la siguiente: la intemperancia verbal recurrente de un particular es un asunto de constitución síquica, que puede entonces ser valorada sicológicamente; pero la intemperancia verbal recurrente de un Presidente, sobre todo cuando es realizada usando los medios masivos de comunicación, se torna en un asunto de constitución política, que amerita ante todo una valoración jurídica y política.
Me explico: cuando un particular responde siempre en forma airada a las críticas que se le formulan, el tema se queda en la esfera privada, salvo que la persona incurra en sus respuestas en calumnias o injurias, o salvo que realmente sea un individuo que requiera un tratamiento siquiátrico. A algunos les pueden fascinar esas personas que responden fuertemente a las críticas; otros, en cambio, pueden aborrecer esas actitudes. Pero es claro que la valoración del carácter de las personas proclives a los excesos verbales es en gran medida un tema de gusto y personalidad, que se queda en la órbita de la privacidad.
Sin embargo, cuando esos excesos verbales son realizados, no por un particular, sino por el Presidente de la República y usando los medios masivos de comunicación, la situación cambia profundamente, no sólo por la posición de poder desde la cual el Presidente emite sus declaraciones, sino además por los deberes que impone la función presidencial y por el especial impacto que tienen sus aseveraciones en los medios. Sobre eso existe reiterada jurisprudencia constitucional, que bien vale la pena recordar.
Así, la Corte Constitucional ha señalado (sentencia T-263 de 1998) que para evaluar si un ataque verbal se ajusta o no a la Constitución es necesario tomar en cuenta, entre otras cosas, el grado de poder social de quien ataca y la gravedad de sus señalamientos. Por ende, si una persona con enorme poder social o político realiza sin claros fundamentos fácticos ataques verbales contra otra persona, entonces su discurso no está amparado por la Constitución. La libertad de expresión cede ante el deber del Estado de amparar la honra y la intimidad de las personas. Por ejemplo, en esa ocasión, la Corte consideró que era inconstitucional que un sacerdote calificara en sus sermones de satánico a un profesor, precisamente por el gran poder social que en su comunidad ejercía el sacerdote.
Igualmente, en la reciente sentencia T-959 de 2006, la Corte ordenó a la campaña del presidente Uribe que rectificara una cuña publicitaria en donde difundía, por medio de un testimonio, acusaciones de que la Unión Patriótica había estado involucrada en asesinatos. La Corte consideró que desbordaba la libertad de expresión y violaba el buen nombre de los militantes de la Unión Patriótica que la campaña por la reelección del presidente Uribe propagara esas acusaciones sin sustentarlas en pruebas. Según la sentencia, la libertad de opinión no puede ?consistir en la infundada imputación de conductas criminales, de manera genérica a un grupo de personas, con mayor razón cuando, en el entorno de violencia política que vive el país, la situación de tales personas y la de sus allegados es particularmente sensible?.
La cosa es aún más grave si quien realiza los ataques verbales no es ya la campaña del Presidente de la República sino el propio Presidente, no sólo por tratarse de la persona más poderosa de Colombia, sino además por los especiales deberes que asumió al acceder al cargo. Sobre ese punto la Constitución es contundente cuando indica que no sólo el Presidente ?simboliza la unidad nacional? sino que además ?al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos.? Esto significa que el Presidente tiene un especial deber de protección de nuestros derechos, por lo cual tiene que tener un particular cuidado de no afectar nuestra honra ni de poner en riesgo nuestra seguridad por medio de declaraciones precipitadas.
Estos especiales deberes presidenciales fueron claramente señalados por la Corte en la sentencia T-1191 de 2004, en donde ese tribunal analizó si el Presidente Uribe debía o no rectificar unas declaraciones transmitidas por televisión, en donde había calificado a unas organizaciones de derechos humanos de estar al servicio del terrorismo. En esa oportunidad, la Corte no concedió la tutela por un motivo estrictamente procesal, pues no encontró que se hubiera probado que el Presidente Uribe se hubiera referido específicamente a las organizaciones que habían presentado la tutela. Pero, por razones de pedagogía constitucional, el alto tribunal señaló los límites a los que debía someterse cualquier presidente al polemizar con la oposición o al defender su obra de gobierno.
En particular, la Corte indicó que el Presidente tiene obviamente derecho a opinar y a defender sus eventuales logros políticos; pero que sus declaraciones no son las de un simple particular. Al ejercer su enorme poder discursivo, el Presidente no puede entonces olvidarse de los deberes de su cargo y en especial de que ha jurado defender los derechos de todos los colombianos, por lo cual debe cuidarse de no hacer acusaciones o ataques verbales a personas o grupos sociales, sin tener un sustento fáctico que justifique la veracidad de dichos ataques. Además, según la Corte, ese especial deber de cuidado es mayor cuando el Presidente usa los medios de comunicación, por el especial impacto que toman sus aseveraciones. Y que en todo caso, insistió la sentencia, ninguna declaración presidencial debe poner en peligro a ningún colombiano, por lo que el Presidente debe ser especialmente cuidadoso cuando se refiere a poblaciones que ya se encuentran en situación de riesgo, como son los desplazados, las organizaciones de derechos humanos o los reinsertados.
Todo indica que la pedagogía constitucional de la Corte no ha sido suficiente, pues es claro que la reciente respuesta del presidente Uribe a las acusaciones del senador Petro contra un hermano suyo desbordó esos límites constitucionales: la calificación presidencial de algunos líderes de la oposición como terroristas vestidos de civil no sólo los pone en peligro, dado el grado de polarización que vive el país, sino que carece del sustento fáctico que podría justificar ese ataque. Y si lo tuviera, el deber del Presidente era presentar la correspondiente denuncia ante las autoridades judiciales.
Algunos podrían objetar que la reacción presidencial era humana, pues es natural que uno se ponga bravo con quien se mete con su familia. Y hasta yo podría estar de acuerdo en que se trata de una reacción sicológica comprensible. Pero como lo señalé al inicio de esta columna: el comportamiento presidencial es un asunto más de constitución política que de constitución síquica. Y por ello los presidentes no se pueden permitir reacciones que podrían ser aceptables en el resto de los mortales. No es entonces admisible que el presidente Uribe se ponga bravo, como si fuera un simple particular, pero que luego busque, por su fácil acceso a los medios, que sus ataques verbales reciban todo el despliegue de las declaraciones de un jefe de Estado. Al hacerlo, deja ser un particular, y vuelve a gobernar, pues es obvio que el Presidente cuando habla también gobierna. Y cuando gobierna y habla tiene constitucionalmente el deber de amparar nuestros derechos fundamentales.